octubre de 2024 - VIII Año

Expresionismo alemán en la colección del barón Thyssen-Bornemisza, arte en los tiempos del coronavirus

Museo Nacional Thyssen-Bornemisza. Madrid. Del 27 de octubre de 2020 al 14 de marzo de 2021. Martes a domingo: de 10:00 a 19:00. Sábado: de 10:00 a 21:00.  Lunes: cerrado

“El arte vive siempre, la política muere todos los días.”. Antiguo proverbio persa

El próximo 13 de abril se cumplirá el centenario del nacimiento de Heinrich Thyssen-Bornemisza (1921-2002) y por ello, el museo se ha anticipado, desde el pasado 27 de octubre, con esta exposición, patrocinada por la Comunidad de Madrid, cuyo protagonismo recae con acierto en  los pintores expresionistas alemanes, germen de su magnífica colección.  Se reúnen, por primera vez,  las obras de los fondos  del museo con aquellas que pertenecen a su quinta mujer, Tita Cervera, y sus hijos.  Le seguirán otras dos exposiciones más para seguir celebrando tan redonda efemérides.  Lo que, en principio,   iba a ser una muestra de formato menor se ha terminado convirtiendo en la joya expositiva de este otoño- invierno ante la caída de la programación de varias exposiciones por la pandemia, entre ellas la antológica del pintor belga René Magritte.

Joven pareja de Emil Nolde

Antes de nada,  hay que aplaudir  el entusiasmo con que el museo se ha enfrentado a los azarosos tiempos que nos ha tocado vivir,  al mantener toda su oferta expositiva. Sobre todo si lo comparamos con la actitud  tramposa del vecino Museo de El Prado que bajo el título de Reencuentro nos dio gato por liebre, el año pasado, con una muestra que tras el  aparente objetivo de acercar sus distinguidas obras maestras al respetable, vino a enmascarar  una operación quirúrgica que, de la noche a la mañana, amputó muchas de sus salas y dejó la pinacoteca reducida a su mínima expresión, que si bien no dejaba de ser magistral, era raquítica a fin de cuentas. En esos mismos momentos, las salas de la baronesa nos obsequiaban, nada más y nada menos, con una prodigiosa exposición sobre Rembrandt, que consiguió paliar nuestra impuesta cuaresma cultural.  Ciertamente, se puede objetar que la envergadura de ambos museos no es la misma y esto es algo que cae por su propio peso.  Pero, sin ánimo de entrar en mayores polémicas, también es de justicia reprochar a los responsables de nuestra primera pinacoteca que en ningún caso hayan revisado a la baja el importe que los amigos de la institución siguen  pagando religiosamente como cuota anual. Es de entender, pues, que muchos de ellos hayan cursado su baja ante tan cicatera medida.

Cocina alpina de Ernst Ludwig Kirchner

Dicho lo anterior vayamos a la exposición que nos ocupa. Empecemos por decir que no deja de ser irónico que una de las familias que sirvió de soporte financiero a Hitler, en sus delirios criminales,  haya sido también la que con más fervor ha creado una modélica colección de los  maestros que aquel denostó con tanto encono.  Ya en 1943 Heinz Pol, uno de los grandes del periodismo de la República de Weimar, escribía que: «La Casa Thyssen ha servido a todos los amos que prometieron conquistar el mundo y compartir el botín con los Thyssen. Ambos Thyssen, tanto el padre (Arthur)] como el hijo (Fritz, tío de Heinrich), eran pan-alemanes y nazis que promovieron y financiaron los planes de conquista mundial porque buscaban extender su propio negocio”. A pesar de que Guillermo Solana, director del museo, opina que  “el empeño de Heini por limpiar el nombre de la familia a través del arte moderno coincidía plenamente con las tendencias dominantes en la Alemania de la posguerra”, no es menos cierto que la rebeldía del barón debió ser un mayúsculo aldabonazo de desacato en las puertas sacrosantas de una tradición familiar que se empeñaba en mantener las buenas costumbres, coleccionando en exclusividad  piezas de los grandes maestros del Renacimiento y del Barroco, procedentes, dicho sea de paso,  de las grandes fortunas hundidas en el funesto crack del 29.  En una entrevista que concedió,  en los años 90,  para el New York Times confesaba que: «Mi padre me había inculcado que el arte moderno, para él, cualquier cosa después del siglo XVIII, era una basura y mientras él estaba vivo me impidió comprarlo». Por ello, la  pasión de sus palabras  suena a ajuste de cuentas con sus fantasmas personales: “Compré una acuarela de Emil Nolde de hacia 1931-1935 que mostraba a una pareja joven. Me llamó inmediatamente la atención su audaz gama de colores y la atmósfera tan particular que emanaba de ella. Yo sentía en este arte un espíritu distinto, un espíritu de libertad que rompía totalmente con la tradición académica. Y el hecho de que estos artistas habían sido oprimidos por el régimen nacionalsocialista que etiquetó sus obras como arte degenerado fue para mí un aliciente adicional para coleccionarlos”. En otra ocasión  mostraba aún más franqueza al aclarar que su motivación inicial era más política que artística: “Kirchner, Nolde, Grosz, Heckel me atrajeron políticamente, incluso antes de apreciarlos estéticamente. Pensé que si los nazis los etiquetaron como degenerados, eso era suficiente para que me gustaran”. Para rizar más el rizo, parece una broma macabra que la primera obra que adquirió  el barón fuera de un artista que había sido  miembro del partido nazi y admirador del fürher, hasta el final de la guerra, lo cual no fue óbice para que este se ensañara con él, calificándolo de “canalla y cerdo”. 

El sueño de Franz Marc

Desde ese día de mayo de 1961,  la saga Thyssen hará borrón y cuenta nueva, con el giro inesperado de su hijo menor, sumando estas pinturas de vanguardia a la extraordinaria colección de maestros antiguos que la familia había ido atesorando hasta ese momento. La casualidad quiso que Roman Norbert Ketterer, dueño de una sala de subastas de arte moderno, la Stuttgarter Kunstkabinett, que había comenzado a promocionar y vender obras expresionistas a comienzos de la posguerra, trasladara su sede en 1962 a Campione d’Italia, muy cerca de Villa Favorita, en Lugano,  residencia del barón. De este modo, se generó una estrecha amistad entre ambos que posibilitó que el aristócrata  se convirtiera en el principal cliente de Ketterer y, poco a poco, fuera reuniendo la mayor parte de las pinturas que ahora podemos admirar, hasta ser considerado como uno de los mejores coleccionistas de arte del siglo XX.

Siendo de enorme  interés todo lo anterior, la comisaria, Paloma Alarcó, jefa de Pintura Moderna del museo, se ha dejado llevar  demasiado, pensamos,  por este relato político y lo ha utilizado como criterio medular para proponernos un recorrido que obvia la ordenación cronológica para distribuir las 80 obras en ocho espacios temáticos. . Esto hace que se descuide el aspecto didáctico que toda muestra de este tipo debe tener siempre. Para entendernos, el contenido es espléndido, pero ocurre como cuando vamos al teatro y desde nuestra butaca asistimos a una de esas puestas de escena  en las que el director, tocado por un inexplicable halo divino, nos sirve un texto de Shakespeare con una pretenciosa envoltura de huero diseño millenial. Hay que recordar que el Expresionismo, más allá de la eficacia que siempre ofrecen las etiquetas, no es un movimiento monolítico. Y ante un movimiento de esta complejidad es fácil, pues,  que el visitante, sobre todo si no está muy avezado, salga de este maelstrom  de cuadros y colores sin saber muy bien qué ha visto.

Bagatella nº 2 de Vasili Kandinski

Si, para simplificar,  el  año 1905 marca el inicio del movimiento en Dresde con el grupo de El Puente (Die Brücke) y, seis años después  tiene otra de sus manifestaciones en el Múnich de 1911 con el Jinete Azul (Der Blaue Reiter), esta dicotomía debe quedar bien  trazada, con sus señas de identidad respectivas, a pesar de que  las dos facciones compartan un espíritu común en su afán de hacer tabula rasa  del arte institucional: ambas parten de la visión personal del artista y sustituyen la mímesis aristotélica de la realidad de los impresionistas franceses, últimos abanderados del positivismo pictórico, por la diégesis de una realidad interior,  traducida al lienzo o al papel por violentas pinceladas y atrevidos colores. Por tanto, la distribución de las salas bajo epígrafes que dan la medida de cómo el movimiento emergió, se eclipsó con el ascenso del nazismo al poder en 1933 y volvió a rehabilitarse, tras la guerra, con la llegada al mercado internacional no es motivo suficiente para disipar un discurso más orgánico. Así no se ayuda demasiado a discernir las líneas de fuerza de todas las corrientes artísticas que coexisten y sus interacciones, y que son unas cuantas.

Uno de los ejemplos que mejor ilustra lo que decimos es el capítulo que la comisaria titula Referentes (en la segunda sala).  La exposición debería empezar, sin duda, por él, consignando con certera claridad aquellos artistas que fueron un acicate para el nacimiento del movimiento expresionista.  En este aspecto,  la ordenación  fracasa estrepitosamente.  Podemos ver un Van Gogh (Les Vessenots en Auvers ,1890),  dos Munch  (Atardecer, 1888 y Niña enferma, 1896), y un Gauguin  (Idas y venidas, 1887), todos ellos honorables padres de nuestros artistas, como recordaría años después Max Pechstein, miembro del grupo Die Brücke: “Con gran orgullo nos sentíamos portadores de una misión, vinculada artísticamente al holandés Van Gogh y al noruego Edvard Munch.”  Pero colgar  en esta misma sala  óleos de  pintores expresionistas, en un totum revolutum,  como un Nolde temprano de carácter tardorromántico y cuasiimpresionista  (Tarde de verano, 1903), dos Christian Rolhf  (Jardín en Soest, 1905 y Calle de Soest, 1907), un  Eric Haeckel  (Casa en Dangast, 1908 ) y un Franz Marc (El sueño, 1912) es un despropósito tal que termina por  provocar un desconcierto digno de un juego de Cluedo en el que el visitante no sabe dónde se encuentra la pista correcta. Para colmo se renuncia olímpicamente a exponer a los pintores fauvistas: no nos encontramos en la mencionada sala ningún Matisse, Vlaminck, Bracque o Dufy… Y, en este caso,  la clamorosa ausencia tiene más delito por cuanto que el propio museo, en su colección permanente, dispone de destacados ejemplos en las paredes de sus plantas superiores. Con lo fácil que hubiera sido trasladarlos a la planta baja para contextualizar correctamente los precedentes del movimiento alemán. Así pues, no tenemos más remedio que calificar a la comisaria con un suspenso en… ¡Portes & Mudanzas!

Retrato de Siddi Heckel de Erich Heckel

Los seis años que medían entre el nacimiento de Die Brücke y la irrupción de Der Blaue Reiter, serán de una intensa agitación en el panorama del arte  con la aparición sucesiva  de ismos de la envergadura del Cubismo y del Futurismo italiano, que tendrán un impacto importante en la facción bávara del movimiento: su resultado  dará como consecuencia ese sincretismo artístico en amalgama con la herencia previa de los pintores alemanes. A su vez, la llegada a la cosmopolita Múnich de los artistas rusos Wassily Kandinsky y Alexej von Jawlensky injertará el marcado espiritualismo de la tradición ortodoxa eslava, en este grupo que nace en la católica Alemania del sur. Esta facción, engrosada también por Franz Marc, August Macke, Paul Klee, Lyonel Feininger, o Johannes Itten, muchos de los cuales trabajarán posteriormente como docentes en la Bauhaus, será, pues,  mística y simbólica y derivará paulatinamente hacia postulados cada vez más abstractos. Tanto la geometría con sus resonancias pitagóricas como la música con su ordenación matemática serán elementos extrapictóricos que formarán parte de esta aleación sin precedentes.

Si pensamos que los jóvenes de Dresde, estudiantes de arquitectura que compartían el mismo estudio en la Alemania luterana del Norte se han imbuido de las lecturas de Nietzsche y Schopenhauer, emborrachándose de nihilismo, podremos entender mejor las diferencias de los dos polos que ofrece el movimiento. Mientras avanzamos por  las salas seguiremos asistiendo a la exhibición simultánea de expresionistas de toda laya y, de este modo,  insistimos, no será nada fácil contextualizar las obras desde un punto de vista artístico. No tenemos más que recorrer las dos últimas, donde se mezclan sin orden ni concierto los primeros Kirchner, capitán indiscutible de El Puente (La mina de arcilla, 1906, Doris con cuello alto, 1906) con las obras de dos pintores como George Grosz (sobre todo, Metrópolis, 1916-17) y Max Beckmann (Quappi con suéter rosa, 1932-34, Bodegón con rosas amarillas, 1937 y Despedida, 1942), para darnos cuenta del desbarajuste expositivo. Estos dos últimos, artistas de frontera, son ya de la siguiente generación, y  tienen un pie en la Neue Sachlichkeit (Nueva Objetividad),  reacción abiertamente social y satírica, que si bien conserva algunos tics expresionistas su cosmovisión es claramente otra: no en vano, el propio Grosz también ha transitado por la experiencia Dada que nace en 1916 en el mítico Cabaret Voltaire de la neutral Zúrich. Y `por cierto, ¿por qué la magistral Cocina alpina de Kirchner del año 1918 se ha colocado, sin embargo,  en la primera sala para abrir la exposición?

En suma, una muestra espléndida pero lastrada por una concepción errada que hace que el bosque no nos deje ver los árboles y nos perdamos en su negrura, abandonados como los desvalidos  Hansel y Gretel en aquel cuento al que, curiosamente, María Tatar, folklorista medieval, encontró similitudes con los horrores del Tercer Reich y con el genocidio de los campos de concentración. ¡Decididamente las miguitas de pan se las han comido los pájaros que no trinan en Auschwitz!

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