marzo de 2024 - VIII Año

‘Cartas de Akyab’, el viaje iniciático de Eugènia Balcells

El Thyssen de Madrid, bajo el auspicio de Casa Asia, nos ha obsequiado con el pase de la película ’Cartas de Akyab’ de Eugènia Balcells el pasado 4 de febrero.

Con una sala repleta de público hasta la bandera, sobre todo femenino, hemos podido asistir a la proyección de un film rebosante de magia y belleza. La película se estrenó el pasado mes de octubre en Barcelona.

Por estos lares estamos familiarizados con las arriesgadas propuestas de la artista, pionera en nuestro país del cine experimental y del arte audiovisual conceptual, gracias a sus memorables exposiciones en los años 90 del Reina Sofía y de la Casa de América, y más recientemente de la Tabacalera con su sugerente ‘Años Luz’.

Tanto la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes como el Premio Nacional de Artes Visuales, que le otorgara la Generalidad de Cataluña, acreditan su valía que cuenta también con el reconocimiento internacional.

Imposible encontrar mejor sede para “leer” estas ‘Cartas de Akyab’ que el Museo Thyssen, toda una declaración de intenciones por parte de la artista en su interés por desmarcarse de las salas de cine convencionales, lo que le dota a la iniciativa de esa dimensión “plástica” que la emparenta con el género pictórico del autorretrato del que el museo atesora algunos magníficos ejemplos, como el de Rembrandt, uno de los mejores cuadros del pintor.

Aparentemente, la inquieta artista catalana nos sorprende con un film que se opone a toda su trayectoria previa de más de cincuenta años, en el terreno del videoarte y la instalación destinados a galerías y museos. Relato lineal que no parece que haya sido gestado por la joven que en 1978 cautivara al propio Jonas Mekas con aquella película underground que llevaba por título ‘Fuga’.  Sin embargo, en una mirada más atenta descubriremos que la película no sólo  tiene fuertes vínculos con su obra más transgresora sino que, de algún modo la justifica, por cuanto que en la búsqueda que la artista hace de sus ancestros revela claves de lo que alentaba premonitoriamente en la luminosa sensibilidad de toda su producción anterior.

Eugenia Balcells

Si precisamente la luz es para Balcells uno de los materiales que ha vertebrado su investigación creativa y docente, el film es un declarado homenaje a este elemento a través de Birmania, el país del oro. La transmutación material y simbólica de uno en otro trasciende como milagro alquímico a esa búsqueda que tiene también algo de quête griálica. Recordemos el interés que en la artista despertara la Tabla Periódica de los elementos que le llevó hace años a montar aquella exposición basada en las investigaciones sobre sus “afinidades electivas”.

El film que acabamos de ver surge cuando  unas cartas son  encontradas inesperadamente en la casa familiar, en un viejo maletín de viaje, tras la muerte de la bisabuela Luisa que las había mantenido ocultas durante toda su vida. Para colmo de perplejidades, los espacios donde debería aparecer el nombre de la madre de esta habían sido cuidadosamente borrados, con el fin de guardar el secreto de su procedencia. De alguna manera, estas cartas, que en la película solo aparecen fugazmente, a pesar de toda su relevancia emocional, sirven como irónico mcguffin para dirigir el desarrollo de la trama y justificar la odisea real y catártica de la “protagonista”.

Por otra parte, si ya la literatura nos había descubierto la eficaz pirueta metaficcional que supone la apelación a una autoridad incuestionable ajena al autor para dar verosimilitud a las fantásticas aventuras y desventuras que vive el actante, desde los legendarios legajos de Benengeli del Quijote hasta el manuscrito encontrado en Zaragoza del polaco Potocki, en esta ocasión, si bien el recurso de las cartas está basado en un hecho contrastado, este puede hacernos caer en la tentación de entender la película como un mero y frío documento filmado cuando, a nuestro juicio, atiende a valores más elevados, incardinados en el músculo poético que ha ido desarrollando Balcells desde sus primeras creaciones.

La cosa tiene su miga y nos retrotrae por un lado, al concepto mismo de documental cinematográfico, que en este caso está marcado por el aliciente del viaje con todos sus matices metafóricos y, por otro lado, a aquella vieja polémica del cine de poesía contra el cine de prosa, que sostuvieron Pasolini y  Rohmer, y que se reabre por fortuna de Pascuas a Ramos, visto lo visto. La voz en off de Eugènia, ¡gran acierto su elección!, es la que nos va contando y cantando a lo largo del metraje lo que le acontece desde lo geográfico hasta lo íntimo.

Las misivas birmanas, en alemán y francés, fueron traducidas pacientemente por la tía de Eugènia –por lo que nos cuenta esta–  y cuando ya por fin las puede leer, no sin una profunda emoción, sufre un auténtico desgarro existencial. La sorpresa es mayúscula puesto que todas ellas, datadas con fechas y con las señas, le conducen al lugar en el que fueron escritas. Ese lugar no es otro que la lejana Akyab, nombre colonial británico de Sittwe, capital del estado birmano de Rakhine (Arakán). La ciudad se encuentra en una isla cercana del estuario formado por la confluencia de los ríos Kaladan, Myu y Lemyo, que desembocan en el golfo de Bengala.

La sola mención de Myanmar en una cinta cinematográfica  ha de evocar por fuerza  al cinéfilo aquella obra maestra de Kon Ichikawa titulada ‘El arpa birmana’. Curiosamente, aunque esta película  no tenga nada que ver con el largometraje de Balcells, sí que podemos encontrar algunos elementos afines tanto en esa experiencia decisiva, como viaje iniciático que comparten los protagonistas respectivos,  como en el atinado tono poético de ambas cintas.  Además, y esto resulta particularmente interesante, cuando el monje soldado japonés de Ichikawa sea reclamado por su capitán para que regrese a su país con su ejército, aquel le manda una carta  en la que le contesta  que hasta que no entierre a todos los muertos no puede volver. Se nos antoja que las cartas de Balcells  la empujan a algo parecido, en la medida en que la redención final  sólo será posible cuando sea capaz de dar digna “sepultura” a sus fantasmas familiares y ya pueda sentirse libre para el regreso.

Así que, después de que Eugènia haya hecho su desconcertante descubrimiento, dos décadas atrás, se verá en la urgente necesidad de hacer las maletas y salir escopetada a aquel misterioso país asiático con el deseo de rescatar su linaje femenino. Pero habrá más revelaciones, que en este momento la artista desconoce por completo, y que acabará por descubrir a pesar de que la situación política le impedirá llegar al último confín de su viaje al no permitirle las autoridades militares la entrada en la zona donde tenía las propiedades su familia.

Lo que cuentan aquellas cartas es la existencia de un tatarabuelo alemán que, buscando en Birmania forjarse un futuro, se casa allí con una hermosa oriunda, su enigmática  tatarabuela.  Tendrán dos hijas a las que envían a estudiar a Alemania en un internado de Heidelberg, dada su solvente posición económica, pero cuando él fallezca prematuramente, las niñas deberán abandonar la institución al carecer de los recursos necesarios para hacer frente a los gastos.  De la noche a la mañana pasarán a sufrir una precariedad que les obliga a trabajar como institutrices y acabarán instalándose en la Barcelona decimonónica donde deben ocultar su origen, silenciando su identidad, para poder seguir viviendo sin sobresaltos.

La pregunta de rigor que se hace la artista es: ¿Por qué las cartas no fueron destruidas en su momento? ¿Qué empeño hubo en conservarlas, más allá de un posible aunque improbable descuido? A nosotros, como espectadores nos tienta una idea, en esa identificación de Eugènia con su tatarabuela, al extremo de inflamarnos la imaginación. Si le damos al tiempo un valor circular, muy distinto al que le solemos dar, ¿no es posible conjeturar que Eugènia se hace artista a través de unos presupuestos estéticos y creativos que su alter ego birmano ha puesto en marcha con el solo objetivo de dar sentido último a una obra artística que se ha ido articulando en torno a la circularidad y la luz?

El caso es que, con todo esto en la mochila, Eugènia, sin guión previo y con una diminuta cámara de vídeo en el bolso, se lanza a documentar su largo periplo con afán de montar una película a su vuelta, que terminará por no hacer, quedando las cintas y su cuaderno de notas en un cajón durante estos últimos veinte largos años, en una suerte de limbo “casual” que replica el que habían sufrido las propias cartas.

El film actual es el resultado final de ese ajuste de cuentas con su pasado y por tanto su concepción última se hacía de todo punto inevitable. Eugènia quería hacer una película distinta a la que hemos visto y hay un cierto lamento en ello. Cierto es que no se dieron las circunstancias requeridas en su momento y esta, la película que ya felizmente tenemos, puede hacernos echar de menos el proyecto inicial. Pero baste decir que lo que nos encontramos es de tal fuerza visual, valentía y sensibilidad que no ha lugar a tal sentimiento de pérdida.

Eugènia Balcells ha hecho la mejor película posible para honrar a sus silenciadas antepasadas birmanas, acto hermoso donde los haya de justicia poética o mejor dicho,  humana, lo que relaciona su film con su obra anterior donde también ha tratado el papel de la condición femenina en la sociedad, de su identidad y sus reivindicaciones. Es la misma voluntad de visibilizar a las mujeres que siempre la ha definido como creadora.

Así pues, partiendo de un acontecimiento real y de una búsqueda personal, la película nos va a interpelar con otras tantas cosas: con la relación de Oriente y Occidente, con la situación actual y pasada de la mujer,  con los prejuicios raciales y sociales y, en fin,  con las enormes riqueza  y sencillez de un rincón del mundo que con sus tradiciones y sus esencias cuestiona nuestro confortable y absurdo estilo de vida.

A modo de diario fílmico, con resonancias literarias también a esos impenitentes viajeros del siglo XIX, Balcells se apoya en una tradición cinematográfica que ha tenido escasa fortuna entre nosotros pero que en Francia han cultivado con admirables resultados tanto  Marguerite Duras como Agnès Varda.

Si la estructura del film tiene algo de road movie, que empieza como un simple viaje turístico, la inefable mirada cargada de sensibilidad lírica, paciente, morosa, sosegada, en suma, primorosamente poética de la artista acaba por dirigir nuestros pasos hacia un viaje interior de tintes míticos que nos adentra en “el corazón de las tinieblas”, entendidas estas de un modo a la par insondable y antagónico, espacio lleno de luz y esperanza. No lejos se encuentran en este viaje de la memoria, materia prima recurrente de la artista, Bergson y Proust, entre otros. Olores, sabores, colores, emociones, sensaciones… Todo un gozoso repertorio que atiende sólo a la evocación de un mundo extinguido y paradójicamente vivo, demasiado vivo, asimismo en esa materia creativa de Eugènia Balcells.

En este decalaje del “tiempo perdido” se articulan dos relatos: el fílmico propiamente dicho, de quien hace la película, en la acción y las arduas pero intensas vicisitudes del viaje en una época de madura plenitud y el relato narrado años después desde la quietud y la reflexión que otorga la plena senectud. En un juego sutil de indudable regusto oriental, Balcells está y a la vez no está presente en su película. De hecho, su aparición física a modo de cameo se produce en muy escasas ocasiones.

El relato está jalonado por los versos sensibles y vívidos de Tagore y Nguyen Phan Que Mai, adecuadamente escogidos, que acentúan la profunda carga bucólica que tienen tanto las palabras que pronuncia Balcells como sus imágenes llenas de sencillez, alejadas afortunadamente de la retórica grandilocuente a la que nos tiene acostumbrados el sofisticado cine de las salas comerciales. En este sentido hay que apelar a esa belleza desnuda y “poco” elaborada del formato de vídeo que la creadora nos ofrece, soporte importante dentro de su producción audiovisual. Destaquemos esa hermosa puesta de sol que Balcells tiene la santa paciencia de registrar en una secuencia notable de claro guiño al célebre cuadro de Monet.

‘Cartas de Akyab’ tiene, como toda gran creación, diferentes niveles de lectura en su rica polisemia multifactorial, con lo que el espectador se sumerge en una obra poliédrica como las que Balcells nos brindaba a través de sus múltiples monitores de televisión en aquellas instalaciones que evocaban los solemnes monolitos de Stonhenge.

Finalmente, el reconocimiento y la integración de esta valiosa herencia vital que la viajera respira a través de todos los poros de su cuerpo le descubrirán en retrospectiva el sentido y la coherencia de toda su obra, y a nosotros, afortunados, también con ella.

Tras la proyección, que acabó con una cerrada ovación por parte del público asistente,   hubo un interesante coloquio conducido por la directora de Casa Asia Menene Gras que contó con la participación de la propia realizadora y de su asistente Eulàlia Bosch, así como de  la investigadora y crítica de arte contemporáneo Rocío de la Villa.

Eugènia Balcells no pudo evitar emocionarse ante el entusiasmo unánime de la sala a una película que ejemplifica perfectamente toda una intensa carrera llena de investigación, desafío e incontenible energía en el campo de las Artes con letras de oro. ¡Un privilegio!

Ficha técnica:

Cartas de Akyab, 2020
Duración: 1:12:30 , vídeo HD, color
Filmada, escrita, editada y narrada por Eugènia Balcells
Montaje de Luis Felipe Ruiz
Ayudante de montaje y sonido de Clara Balcells
Post producción de sonido de Fletcher Ventura
Orientación en la interpretación del texto de Isabel Mestres

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Archivo Entreletras

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