
San Agustín de Hipona (354-430) incorporó al cristianismo la teoría platónica de las ideas, a las que consideró los “modelos eternos” de los entes y objetos reales, en la mente de Dios. Pero también incorporó otra hipótesis de inspiración, platónica, aristotélica y estoica: la de una ley cósmica universal, en la doctrina agustiniana de la Ley Eterna. Idea que enlaza con la de “ley natural” de la que ya se ocuparon San Pablo y la Patrística (Eusebio, Tertuliano). Pero San Agustín dio un paso definitivo al fundamentar un iusnaturalismo teocéntrico que inspiraría a todo el pensamiento cristiano posterior, incluido el tomismo, y es la base de todas las concepciones cristianas posteriores, también en el protestantismo.
Seguramente por causa de las influencias del hegelianismo, se tiende a construir la Historia de la Filosofía sobre la base de grandes contraposiciones: Aristóteles frente a Platón, o Santo Tomás de Aquino frente a San Agustín. Vano empeño. Aristóteles es un gran platónico, el principal, como platónicos fueron San Agustín y Santo Tomás, este último fue también un gran agustiniano, y ambos grandes aristotélicos también. Las líneas de continuidad entre ellos son muy superiores a las divergencias, aunque sean estas las que permiten distinguirlos entre sí.
El pensamiento político de San Agustín
Su filosofía política parte del principio de la “sociabilidad natural” del hombre, tesis de origen aristotélico e influencias estoica y ciceroniana, reforzada por el dogma cristiano: Dios creó la familia en el paraíso, antes del pecado, con el mandato de crecer y multiplicarse, mandato en el que están implícitos la sociedad y el Estado (Civitas). Porque las sociedades, incluso las de seres perfectos (los ángeles y los hombres antes del pecado), precisan de una autoridad, de lo que se sigue la necesidad de relaciones de subordinación. Unas relaciones que se agravaron con el pecado, transformando en coactivo un poder que antes era libremente acatado.
La sociedad política nace, pues, de las propias inclinaciones humanas naturales (sociabilidad), sean los hombres santos o malvados, y su función principal consiste en asegurar la paz y realizar la justicia dentro de los siempre imperfectos modos del orden natural, lo que no invalida su fundamentación ius-naturalista. Un fundamente insuficiente por la propia insuficiencia de la naturaleza, por sí sola, para poder alcanzar la perfección a la que está llamada por Dios, por lo que necesita de la gracia divina para poder alcanzarla.
Pero la perspectiva histórica que introdujo San Agustín en su estudio de la política está sujeta a la pugna intemporal que se produce en la sociedad política entre la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrenal, en la que ambas coexisten en su conflicto permanente. Ambas son entidades supra-temporales, pero que tienen también una dimensión temporal y terrena, pues dividen en dos a la humanidad en todos los tiempos. En la tierra, ambas tienen en Adán su común origen, y su separación se produjo con Caín y Abel.
De Civitate Dei (la Ciudad de Dios)
La Ciudad de Dios (De Civitate Dei contra paganos), escrita entre los años 412 y 426 d.C., ofrece una perspectiva teológica e histórica profunda que ha tenido su mayor impacto significativo en el pensamiento político: el «Agustinismo Político». Generado en la Edad Media a partir del pensamiento de San Agustín, se desarrolló en la misma y luego se proyectaría a la modernidad. En su obra, San Agustín presentó una visión dualista de la historia y la sociedad, distinguiendo y contraponiendo, como se ha dicho, dos «ciudades», la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrena o de los hombres.
La Ciudad de Dios está formada por aquellos que viven según el espíritu, guiados por el amor a Dios, hasta el desprecio de lo propio, y por el deseo del reino celestial. La componen los justos, los santos y todos aquellos cuyo corazón está puesto en los valores espirituales y eternos. No se identifica plenamente con ninguna institución terrenal, aunque la Iglesia es su representación visible más cercana. Su destino final es lograr la paz perfecta y justa en la presencia de Dios. La Ciudad Terrena la forman quienes viven según la carne y los apetitos, impulsados por el amor propio, hasta el desprecio de Dios, y por la ambición de poder y por los deseos y afanes mundanos. Se caracteriza por la búsqueda del éxito y la gloria terrenales, la posesión de bienes materiales y el dominio sobre los demás. Su destino final es la separación de Dios.

Ambas coinciden, se superponen, en la sociedad política, en la que cada una intenta imponerse sobre la otra en una pugna que se resolverá indefectiblemente a favor de la Ciudad de Dios en la culminación de los tiempos. La Ciudad de Dios proporcionó un marco teológico que influyó profundamente en la comprensión de la política, la historia y el destino humanos, dando lugar a lo que se conoce como Agustinismo Político, con su énfasis en la distinción entre lo espiritual y lo terrenal, y la función moral del poder secular.
El Agustinismo Político
El “Agustinismo Político” es una corriente del pensamiento político surgida de las sucesivas interpretaciones políticas de esa obra principal de San Agustín, De Civitate Dei, y se desarrolló a partir de las ideas ahí expresadas por el santo, aunque a menudo con interpretaciones y énfasis diversos. En particular fue muy invocado respecto a la relación Iglesia-Estado y especialmente en las complejas y a menudo conflictivas relaciones entre la autoridad religiosa (Papa) y la autoridad secular (Emperador) durante la Edad Media. Las diferentes facciones defendían diversas interpretaciones respecto a las relaciones entre ambas «ciudades».
De una parte, los partidarios de la supremacía del poder de los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico, apelaban a San Agustín para fundamentar el papel rector del Emperador, cabeza de la sociedad política y ungido en nombre de Dios, que debe regir con justicia las relaciones entre ambas ciudades. De otra parte, los defensores del Papa citaban a San Agustín para sostener la preeminencia del poder espiritual de la Iglesia como superior al poder temporal de los gobernantes seculares, ya que se ocupaba de los asuntos del alma y el destino eterno. El Estado terrenal era el instrumento de Dios para mantener la paz y el orden necesarios para la vida en el mundo caído, pero también debía subordinarse a la moral y a la ley divina tal como la interpretaba la Iglesia.
El franciscano San Raimundo Lulio (1232-1316) —único autor hispano que aparece en las Lecciones de Historia de la Filosofía de Hegel—, partiendo del agustinismo político, planteó desde nuevas bases la supremacía del poder espiritual (el Papa), sobre poder temporal (reyes y emperadores). El pensamiento político de Lulio correspondió exactamente con ese momento de esplendor, finalmente efímero, en el que los Papas, tras conseguir la aniquilación del Imperio (1268), se pudieron plantear la tarea de dirigir el destino, tanto espiritual como temporal, de todos los reinos y principados cristianos, en la segunda mitad del siglo XIII.
Influjo posterior del Agustinismo Político
El Agustinismo Político no se puede circunscribir al mundo medieval y a las contiendas entre el Papado y el Imperio, que acabaron con el triunfo de los Papas y la aniquilación de la última gran dinastía imperial, los Hohenstaufen, en el siglo XIII. En realidad, el Agustinismo Político propició la separación conceptual y la confusión práctica de las esferas de lo temporal y de lo espiritual, lo que permite preguntarse si contribuyó a la des-divinización del poder temporal o, por el contrario, sentó las bases para su re-divinización en los tiempos modernos. Y, también, planteó desde nuevas bases la separación de los poderes temporal y espiritual y, por tanto, la separación de la Iglesia y el Estado.

Las pugnas entre el Papado y el Imperio concluyeron en el siglo XIII y, tras un fugaz momento de esplendor de la Iglesia, ésta se vio sometida al Rey de Francia, Felipe IV el Hermoso —hijo del Rey San Luis—, y hasta la sede papal se trasladó de Roma a la ciudad francesa de Avignon durante más de 68 años (1309-1377). La fugaz supremacía papal sobre el Imperio concluía, así, con la Iglesia sojuzgada y controlada bajo el poder temporal de los reyes de Francia por casi 70 años. Pero esto no significó el fin del agustinismo político, sino solo su transformación.
El agustinismo político rebrotó con fuerza en el Renacimiento, especialmente con la Reforma Protestante. Luteranos y calvinistas sostuvieron la “Doctrina de los dos Reinos”, inspirada en la dualidad Ciudad de Dios-Ciudad de los hombres de San Agustín (Lutero era agustino). Esta doctrina sostiene que Dios gobierna todo el mundo, si bien una parte la rige con su mano derecha (el Reino Celestial) y la otra con su mano izquierda (el reino secular). Los cristianos son, súbditos de dos reinos, el terrenal y el celestial. Dios gobierna a ambos mundos: al mundo terrenal (reino de la mano izquierda) a través del gobierno secular, mediante la ley, y al reino de los cielos (reino de la mano derecha) a través del evangelio y de la gracia divina.
Para los protestantes, el poder del Príncipe procedía directamente de Dios, por lo que los designios del gobernante no eran cuestionables: formas y modos de gobernar no son esenciales (mano izquierda de Dios). Desde esos planteamientos y siendo los hombres pecadores por naturaleza, Dios los castiga sometiéndolos también al capricho de gobernantes despóticos y tiránicos, para expiación de sus pecados (mano derecha). La tiranía, en la perspectiva protestante, no era un problema, era el resultado de la voluntad divina para penalizar y corregir a los hombres de ese modo y otros, por sus faltas y culpas. El Antiguo Testamento es pródigo en castigos ejemplares impartidos por Jehová a su pueblo, tan pecador y olvidadizo de Dios.
La teoría del origen del poder de los autores de la Escuela de Salamanca es de inspiración tomista (no es el reino para el rey, sino el rey para el reino), aunque de bases agustinianas. Los clásicos españoles reformularon a Santo Tomás, introduciendo importantes precisiones y variaciones, que les condujeron a teorizar el poder y sus límites. Así, entendieron que la procedencia divina del poder del gobernante era un origen, sí, pero un origen remoto. El poder emanaba de Dios, pero el gobernante lo recibía a través de la comunidad. El gobernante no recibía directamente el poder de Dios nunca, sino que lo recibía del Pueblo, que era a quien Dios lo entregaba. De ahí la preocupación de los clásicos españoles con la tiranía y sus tesis sobre el consentimiento de los gobernados y el tiranicidio.
Tesis que se consagrarían en la modernidad de la mano de Locke, principalmente, aunque el agustinismo político en la visión protestante continuó existiendo, como lo acreditan obras clásicas del siglo XIX, como la filosofía del derecho y del Estado de Hegel (1770-1831), así como sus Lecciones de Filosofía de la Historia, o como la Histoire générale de la civilisation en Europe (1828) de francés Guizot (1787-1874), que sostenían lo que el alemán Voegelin ha denominado la “re-divinización” del Estado. Una re-divinización que llevaron a cabo los totalitarismos del siglo XX.
No obstante, la filosofía agustiniana ha seguido desplegando sus mejores efectos, como se puede apreciar en el pensamiento del Papa Benedicto XVI, agustiniano declarado, y parece que es una de las guías espirituales del Papa recién nombrado, el 8 de mayo de 2025, León XIV.