marzo de 2024 - VIII Año

Hechos y razones contra obsesiones delirantes

En la antigua Mesopotamia, la leyenda bíblica dice que fue acometida una magna construcción que se proponía acceder desde la Tierra hasta el mismo cielo. Fue denominada La torre de Babel. Allí, en la histórica Babilonia, quienes se proponían coronar la torre hasta su celestial extremo, truncaron su propósito de elevar el mítico pináculo a consecuencia de la profusión de lenguas distintas entre sus alarifes. La supuesta ausencia de traductores hizo que unos y otros no lograran entenderse. Su incomunicación se consumó en el estruendoso derrumbamiento de la ambiciosa torre.

Hoy asistimos a una situación que cabría asimilar, metafóricamente, a aquella desdichada construcción. Corremos el riesgo de que todo lo edificado para conseguir afirmar los ideales por los que tantos y tantas lucharon tanto, desde la paz y la salud hasta el bienestar, se venga abajo. Y ello debido a que las palabras con las que nos comunicamos, dejen -han dejado ya- de significar lo mismo para personas con situaciones y mentes tan distintas como las que contamos. Cuando esa incomprensión se produce, surge una confusión que lo va anegando todo poco a poco y acaba por destruirlo.

Es entonces cuando muchas personas optan por desentenderse de la responsabilidad de explicarse ellos mismos lo que sucede, lo cual implicará abdicar de comprender a los demás. Optan, pues, por refugiarse en obsesiones y explicaciones simplistas, romas, banales, incluso delirantes que, en vez de despejar la incertidumbre con la que tratan de enfrentarse, consiguen acentuarla mucho más. Y llegan hasta extremos peligrosos, conflictivos. Detrás de todo tipo de conflicto se esconde siempre un malentendido. Y el malentendido es el fruto amargo de la incomprensión. No hay posibilidad de remontarla si no es mediante el consenso, el acuerdo que otorga el mismo significado a las mismas palabras.

Oposición no es ataque

Sesión de control al Gobierno

Una de las palabras más devaluadas es hoy y aquí, en Política, la de oposición. Si hacemos abstracción de la malevolencia, el simplismo reinante, la incultura política de una buena cuota de la denominada clase dirigente española -sobre todo una franja de ella-, asocia gratuitamente la palabra oposición a la acción de atacar, al ataque sistemático, incesante, indiscriminado. Mas la interpretación unilateral de todo concepto, sobre todo si se refiere al ámbito de la Política, desemboca siempre en desconcierto y error.

Remontémonos a la palabra competencia. Tiene dos dimensiones, una conflictiva y otra colaborativa. Se puede competir para vencer o hacerlo para cooperar, si existe un objetivo común; por ejemplo, el objetivo de la supervivencia de la sociedad en su conjunto ante un patógeno asesino como el Covid, lucha que hoy nos involucra a tod@s. La palabra oposición, que es una derivación de la de competencia, ha de entenderse, pues, doblemente: si su dimensión conflictiva la identifica con el ataque, su otra dimensión nos guía hacia la colaboración. Y en Política, nada puede avanzar unilateralmente y tan solo conflictivamente, salvo las revoluciones o retroceder, en el caso de las contrarrevoluciones. Cuando así lo hace, si no genera emancipación, corre el riesgo de cristalizar en autoritarismo, autocracia, totalitarismo, porque es el consenso, es la colaboración la esencia de la vida social, base a su vez de todo Política.

Como cabe señalar, la Política es la Ciencia del Poder, que implica la gestión de una complejidad evidente como la que la vida social presenta hoy. Hay distintas formas de enfrentarse a esa complejidad. Una manera simplista, trivial, superficial, consiste en explicarla en términos de conspiraciones y otras zarandajas. Y otra de abordar la complejidad lo hace de una manera basada en hechos, documentada, reflexiva, sensata, histórica, esto es, lo más alejada posible de cualquier banalización.

A la primera manera corresponde una de las más traídas, llevadas y empleadas frases en nuestra jerga de actualidad política: la “teoría de la conspiración”. Por ende, conspiranoico sería quien protagoniza la difusión de tal teoría. A la hora de averiguar qué es en verdad lo que significa, surge la confusión, ya que absorbe todos los significados que se le quiera atribuir. Con ella vale describirlo todo sin decir, a la postre, nada. Veamos lo que dice la Real Academia de la Lengua sobre el término conspiración. Comprobamos que le atribuye dos significados: “unirse contra un superior” y “unirse contra un particular”, ambas presuponen ánimo de delinquir. Si se le agrega la palabra teoría, la fórmula completa, referida a un hecho político relevante, adquiere el significado de una interpretación distinta de la oficialmente vigente, que acostumbra atribuir a poderes secretos, extraños u ocultos la capacidad de imponer un dictado masivamente dañino.

Simplismo frente a complejidad

Detrás de la fórmula se esconde una falacia muy notable, a saber. Una cosa es la conspiración y otra, bien distinta, admitir la existencia de la complejidad. Una cosa es atribuir inducción secreta a los hechos y otra muy diferente, señalar la complejidad de un acontecimiento político, escenario éste, el de la Política, donde apenas hay episodio que se vea libre de una evidente complejidad. De esta manera, si bien la conspiración opta por el simplismo trivial para interpretar un hecho político relevante, simplismo que garantiza su errónea interpretación, la admisión de la complejidad a la hora de encarar el examen de un hecho o un acto suele ser el primer paso necesario para señalar su enjundia y lograr domeñar sus efectos adversos, tras sopesar las interacciones más importantes de aquellos elementos que lo determinan. Una cosa es explicar algo y otra distinta, comprenderlo. La explicación concierne a la descripción de los hechos. La comprensión establece las conexiones de sentido, de significado. Mientras el simplismo conspirativo, que ni siquiera se propone explicar nada, ya que parte de ideas predeterminadas y fantasiosas, es enemigo de la inteligencia, por banalizar y degradar los hechos y sus interpretaciones, la certeza de la complejidad garantiza inteligentemente su posible interpretación adecuada y permite la ideación de soluciones a los problemas planteados.

No obstante, la cosa se enreda más cuando, quienes detentan la interpretación oficial de las cosas, quienes poseen un poder injustamente adquirido, denuncian conspiraciones en su contra. Fue el caso, en nuestro país, de Francisco Franco Bahamonde. Durante décadas el dictador estuvo agitando la idea de la existencia de una conspiración judeo-masónica-comunista contra España –es decir, en su fuero interno, contra él mismo-, teoría en la que fue su principal difusor y escudero el almirante Luis Carrero Blanco. ¿Por qué Franco esgrimía aquella teoría? Es meridianamente claro que lo hacía para esconder sus propios crímenes, su mediocridad, su cruel amoralidad, sus errores y los de su régimen tiránico, conseguido a costa de reprimir con inusitada violencia todo atisbo de pluralidad y de eliminar a gran parte de sus adversarios, señaladamente en la clase obrera. En ello seguía fielmente las pautas marcadas tiempo atrás por Adolf Hitler quien decidió el exterminio de millones de judíos, así como el de miles de comunistas, socialistas, gitanos y enfermos, a los que culpaba de todos los males de un país como Alemania. El país de Wolfgang Goethe, la otrora intelectualmente pujante Alemania de Gottfried Leibnitz, Emmanuel Kant y Georg Wilhelm Friedrich Hegel se hallaba a la sazón sumida en el caos moral, ideológico y político provocado por el rumbo adoptado por una intelectualidad desnortada y abismada poco a poco desde el Romanticismo y el nihilismo hacia un irracionalismo pangermanista ya iniciado en una cadena de pensadores, algunos bienintencionados pero casi todos política e ideológicamente irresponsables, que abarcaba desde Friedrich Schiller y Johan Gottlieb Fichte, hasta Friedrich Nietzsche y el abyecto Alfred Rosenberg; Alemania permanecía postrada tras ser abducida por un peligroso nacionalismo tardío, enraizado en un territorio fragmentado y aherrojado por la herencia feudal del militarismo prusiano, derrotado -solo a medias- en los campos de batalla y regido por un rey megalómano, el Káiser (César). Guillermo II era rehén de una ilusoria concepción sacro-germánica-imperial que arrastró al Reich, tras perder la Primera Gran Guerra, hacia otra pavorosa contienda, así, emprendida por Adolf Hitler y su Tercer Reich contra media Europa. Toda esta complejidad fue resumida por el Führer, con Herman Goering, Henrich Himmler, Reinhard Heydridch y compañía con la atribución, de un plumazo, de todos los males descritos de Alemania a la comunidad hebrea, a una conspiración judeo-comunista, que resuena en los oídos españoles. Aquella atribución fue la antesala del genocidio.

El rico léxico español

Supuestos planos para insertar un chip en las vacunas

Separemos pues la fantasmagórica conspiración de la evidente complejidad, porque sus desarrollos llevan a términos muy distintos. El léxico político en español admite una pluralidad terminológica sustanciosa: desde la clandestinidad a la conjura -la juramentación conjunta de individuos contra un determinado poder-, amén del complot, el golpe de mano, el pronunciamiento, la asonada, el alzamiento en armas, o el golpe de Estado, entre otros muchos conceptos. Pero son tipos de supuestos que requieren un examen minucioso antes de formularlos tales y no cabe recurrir a ellos como atajos ante la impotencia a la hora de explicar fenómenos políticos complejos de distinta naturaleza. Es preciso determinar qué poder, si justo o injusto, legítimo o ilegítimo, legal o ilegal, trata de enfrentar el supuesto conspirador, el conjurado o el golpista; qué alterativas propone, qué se plantea conseguir. La lucha clandestina contra el franquismo por parte de la izquierda comunista, socialista y anarquista en España ¿puede ser asimilada a una conspiración protagonizada o apoyada por conspiranoicos?  Evidentemente, no. Su condición obligadamente secreta venía determinada por la feroz represión del aparato policial y militar del franquismo contra toda forma de oposición, lo cual exigía el recurso a la lucha clandestina.

La clase obrera, los sectores sociales progresistas, en situaciones históricas determinadas, ha de permanecer ojo avizor a la hora de detectar cuándo un grupo de individuos, armados o con acceso a armas, pertenecientes a una o varias clases sociales antagónicas, se propone, por ejemplo, acabar con un sistema democrático de libertades. Y lo hará, como suele ser el caso, de manera oculta. ¿Cabría tildar de conspiradores o conspiranoicos a los militantes progresistas o a los agentes de Inteligencia, concretamente del CESID, que observaron, detectaron y denunciaron –sin que desde el mando civil y militar les hiciera caso- extraños movimientos de determinados jerarcas militares en la víspera del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, que estuvo a punto de hacer fracasar la democratización en España? No cabría; sería muy injusto tildarles de conspiranoicos. Estaban en la verdad. ¿Cabe calificar de delirantes y paranoides s quienes dicen que la vacuna contra el Covid 19 inyecta un chip de control absoluto sobre los vacunados que resultarían así teledirigidos por Bill Gates o Georges Soros? Si, desde luego que cabe calificarles de conspiranoicos.

La realidad de todo hecho sometido a examen precisa de pruebas contundentes- y cuantas más mejor- para acreditar su realidad. Las reuniones subrepticias, los movimientos de tropas, los documentos y las arengas, más las comunicaciones, probaban la intencionalidad del golpe de Estado en ciernes aquel mes de febrero. Por el contrario, el delirio sobre las vacunas teledirigidas carece del menor indicio de prueba basada en hechos demostrables.

El laberinto intencional

Estatua de Sócrates

El problema es que los actos políticos en germen, vinculados a la sedición, por ejemplo, para su correcto examen implican adentrarse en el mundo de las intenciones que los guían, preludio de los hechos políticos que más acostumbran inquietar. Quienes conocen bien estos temas dicen por ello que la mejor manera de abortar un golpe de Estado, de cuya ejecución se tienen presunciones consistentes o bien el de un proceso sedicioso, armado pues, en marcha consiste en adentrarse en su interior, descubrir su intencionalidad, romperle el ritmo a tal proceso y quebrar las pautas que se proponía seguir. Si volvemos la vista hacia la Historia, los únicos golpes de Estado así abortados lo han sido mediante procedimientos muy semejantes al expuesto.

Si descendemos al plano del lenguaje, los equivalentes léxicos a los golpes de Estado suelen ser precedidos y protagonizados por la conducta de aquellos que conocen los efectos de romper los puentes que establecen consensos de significados, para que las palabras y su capacidad para generar acuerdos y sintonías, sinergias y colaboraciones, abandonen su dimensión colaborativa y pasen a adquirir su dimensión conflictiva: emerge pues la dicotomía insalvable amigo/enemigo, blanco/negro, azul/rojo. Tales conductas les vemos muy cerca cada día.

Olvidan sus mentores las sabias palabras de Sócrates recogidas en los Diálogos de Platón, cuando, al ser preguntado por aquello que, sin ser grande no es pequeño, ideó una dimensión conceptual nueva, cargada de un grandioso mensaje civilizatorio y emancipador: la otreidad, lo otro, lo diverso. Lo que no es grande sin ser pequeño es pues lo otro, lo diverso. Ponía así fin al mundo dicotómico de las contradicciones insolubles, del Yo contra el Tú, del conflicto frontal, de la guerra perpetua contra quien no es Yo mismo; y abría una ventana a la diversidad y a la comprensión de la riqueza del mundo, de la Naturaleza y de la pluralidad existente entre tod@s nosotr@s.

Distingamos pues conspiraciones, de complejidades; delirios, de certezas probadas; fantasías, de realidades; y percatémonos de que la Política, ese Arte sublime capaz de cohonestar intereses contrapuestos, avanzando siempre al integrar sus contradicciones, exige dejar a un lado el simplismo, afrontar la complejidad y orillar las fantasmagorías que el desbocado sueño de la sinrazón genera en quienes se niegan a ejercitar la inteligencia y a aplicar a sus actos y a los de l@s demás, de l@s otr@s, la racionalidad, la comprensión y la benevolencia. La Torre de la comunicación interpersonal, del entendimiento mutuo, no puede derrumbarse. Y mucho menos ahora que afrontamos retos colectivos sin precedentes.

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