abril de 2024 - VIII Año

Querer de lo feliz

Sin poder evitarlo, nos encontramos instalados en el reducto vitalista del querer, del sentimiento. Somos seres conscientes, mantenemos intrincados procesos cognitivos, inferimos, deducimos, proyectamos. Pero a la vez, y sobre todo, somos seres sensibles, afectivos y deseantes. El tiempo se nos va en procurar y en eludir, en celebración y en queja, en acomodo y en repudio, en fervor y en desánimo. La existencia, a vista de entendimiento, se percibe como una esperanza compelida, un trance sobrevenido, definitivo y singular, donde lo posible y lo que se cumple no coinciden a menudo con lo que la intención propone. Y en este indeciso y fluctuante encuentro con la vida se hace imprescindible amurallarse en el recinto del querer. Una resistencia intrépida, siempre al filo de las emociones, y estimulada por la constante radiación de fondo del entrañado sentimiento que busca conseguir que la existencia no se transforme en fastidio y desgana, y que pudiera llegar incluso a parecer una condición truculenta y aborrecible.

Un querer primordial, el humano, en el que, además de la pulsión del instinto biológico, se implican y amalgaman la intensidad del afecto, la demanda del deseo y el influjo del conocimiento y la reflexión. Querer que constituye el núcleo motriz que nos vertebra y ahorma, que estimula y activa nuestras tendencias y propósitos, todas aquellas directrices que, sean a modo de guía pragmática o itinerario caprichoso, orientan, disponen y modelan nuestras actitudes y nuestras acciones.

Al ser existentes para los que la vida no se puede reducir únicamente a observar y mantener las pautas mecánicas del instinto natural, y que tampoco podemos concebir la existencia como una actividad irreflexiva e inocua, encontramos en el estimulante impulso de los sentimientos el emotivo y solidario vínculo que nos lleva a asumirnos y aceptarnos en nuestra actuación y en nuestra eventual circunstancia de seres vivos. Puesto que, habiendo sido desvelado el precio fatal que se ha de abonar por la existencia, el automatismo biológico de existir sin conocer por qué y para qué nos hallamos formando parte del mundo de la vida se convierte en una actitud vedada. Expulsados de ese limbo original por las facultades cognitivas de nuestro cerebro, se hará preciso reducir y aliviar la irremediable fractura ontológica y emocional provocada por el conocimiento.

Una desasosegante brecha existenciaria que la consciencia racional detecta y denuncia al poder reconocer y hacer distinción, por una parte, entre el “existente”, el ser particular que se cumple como miembro casual y episódico del mundo de la vida y, por otro lado, la “existencia”, el suceder conjunto, diverso y cambiante de ese mundo de la vida. Una interrelación  -ser vivo/vida-  inseparable y simultánea, mas limitada y pasajera, que, una vez perdida la inocencia de la mera conducta instintiva, se presenta como una experiencia lúcida y cuestionable que provoca un perturbador seísmo emocional donde confluyen los sentimientos de conmoción y de desencanto frente a una circunstancia sobrevenida -la existencia-, que va a requerir de la ayuda de un vigoroso refuerzo afectivo para que el atribulado existente se logre reconciliar de nuevo con aquello que ya no puede dejar de parecerle un incierto y dudoso oficio: vivir.

Pero, de todos modos, somos entidades biológicas. Nuestro genoma incluye dispositivos homeostáticos: reacciones innatas y automatizadas que se encargan de la regulación y el mantenimiento de las funciones orgánicas. Procesos químicos y neuronales cuya finalidad es autopreservarnos y que, a la vez y consecuentemente, tratan de optimizar nuestro estado vital. Mecanismos  -tal como explica el neurocientífico Antonio Damasio-  como son la regulación metabólica, los reflejos básicos, el sistema inmunitario, las conductas asociadas con el placer y el dolor, los instintos y las motivaciones, así como las emociones y los sentimientos. Programa genético biorregulador que hace que la supervivencia acompañada de bienestar represente nuestro supremo objetivo en cuanto criaturas biológicas, aun cuando nuestras funciones cerebrales lógico-analíticas nos anticipen el inexorable colapso final donde va a desembocar nuestro caudal biodinámico.

Sin duda, el conocimiento previo de la muerte propia no puede dejar de tener importantes e influyentes efectos sobre nuestro existir; condicionantes no solo emocionales, sino también ideológicos y operativos, con manifiestas consecuencias personales y socio-culturales. Actitudes diversas e incluso conflictivas a veces, que llegan a acreditar no obstante una determinación prácticamente unánime: la aceptación resuelta, sobre un fondo turbado, de la vida. Una postura en la que coinciden la mayor parte de las creencias humanas y donde prevalece el dictado soberano de la ley biológica, el principio de autoconservación que rige la existencia de los organismos unicelulares y pluricelulares, cerebrados o carentes de cerebro, con sistema nervioso o sin él. Mandato imperativo que tratándose, en nuestro caso, de seres con funciones complejas e interdependientes, sesorio-afectivas y lógico-analíticas, requiere disponer, para poder cumplirse, de un sofisticado mecanismo homeostático de regulación con capacidad para acallar el angustioso quebranto producido por la clara conciencia de la finitud, un saber que atenta contra el equilibrio somático natural. Un dispositivo potente que, poniendo en acción los adecuados procesos compensatorios, ha de procurar superar la amenaza morbosa de la depresión y ha de restaurar de nuevo el dictado biológico de la supervivencia.

Mas para alcanzar tal objetivo se hará preciso racionalizar y desactivar la conciencia trágica de la muerte. Y frente a ese sentimiento declinante solo cabe oponer un sentimiento vital ascendente. Y es en este sentido en el que actúa la reacción homeostática al hacer que sea la propia autoconsciencia causante del desasosiego emocional la que llegue a su vez a resolver el problema y la que consiga aliviar el conflicto afectivo.

Esa ensimismada autoconsciencia que, al percibirse a sí misma como una entidad autónoma integrada por cuerpo, cerebro y pensamiento, y al concebirse y reconocerse como un yo particular e intransferible, nos interconexiona y vincula con el existente que somos y nos muestra que toda experiencia posible, sea sensitiva, afectiva o cognitiva, resulte placentera o dolorosa, afortunada o desdichada, con origen endógeno o procedente del exterior, se encuentra relacionada por completo con la existencia del yo, ese núcleo unitario de filiación con el que no podemos dejar de identificarnos. Una cohesión uniforme, la más íntima y firme, que no permite indiferencia alguna y que promueve de forma natural incontenibles lazos de afinidad y apego. Dado que si así no sucediera, tampoco habríamos llegado a experimentar jamás el sentimiento trágico de la finitud. Vinculación empática que nos entraña en nuestro yo y que engendra asimismo el ardoroso sentimiento del amor a sí mismo.

Nos agita la marea pasional del querer propio. El exaltado afecto que nos convierte en antropócratas, miembros de la autonombrada especie noble del planeta Tierra. Seres orgullosos y atrevidos, dispuestos a afrontar con tenaz esperanza las incertidumbres del destino y decididos a soportar con cierta entereza la fatalidad definitiva. Pasión de ser que se enfrenta al poder intemperante de una naturaleza que nos incluye en su neutral devenir y que no renuncia, a pesar de ello, a establecer una jurisdicción propia -la humana-, elaborar razones, emitir juicios y atribuirse derechos, felicidad incluida. Pretensión, improbable tal vez, del querer propio, que nos sostiene y afirma frente al insensible transcurrir del espacio-tiempo. Porque no solo pretendemos ser, sino que, a la vez, pretendemos llenar y justificar la vida mediante la determinación propia y libremente elegida. No aceptar la existencia por el simple hecho de poseerla, no la vida como imposición biológica sino como proyecto personal, como existir consciente y crítico, como creación propia y no como mero acto instintivo.

Una pasión de ser intrépida sin duda, vana y superflua acaso, pero tampoco más vana o más superflua que la existencia del mismo universo, un suceso también contingente al fin.

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Archivo Entreletras

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