abril de 2024 - VIII Año

Querer, poder y la nada feliz

Querer y poder, deseo y posibilidad no siempre constituyen una pareja estable y, todavía menos, logran mantener en general una relación prolongada y bien avenida. Querer y poder, para desgracia y desolación del queriente, no son voluntades concertadas, ni -lo que es peor- suelen llegar a protagonizar un intenso y continuado idilio, por mucho que insistan las ganas del deseo y la esperanza se mantenga terca.

Por ello, no puede sorprender que los más suspicaces e incrédulos, y los más pesimistas, pongan en cuestión las bondades del ilusionado empeño y lleguen incluso al extremo de manifestar que el queriente es tan solo un ingenuo que, al fantasear con los supuestos goces de un resultado favorable, se halla condenado de por vida a una espera interminable y a un mantenido sufrimiento, sin conseguir saciar nunca la voraz apetencia de su querer y yendo de decepción en decepción, pues siempre quedarán deseos por cumplir.

De este modo, vivir, y hacerlo con la pretensión de que la existencia pueda parecer que es digna y merecedora de vivirse, o, lo que resulta semejante, perseverar en el deseo y la esperanza de que el querer y el poder logren armonizarse discretamente, sin grandes alardes tal vez, pero sin darse la espalda por completo, les podría resultar un engaño a los más más desconfiados y reticentes, un burdo y funesto espejismo provocado por el embaucador querer para padecimiento y dolor de los seres humanos.

Y puestos a situarse en el límite del pensamiento más negativo frente al querer y el poder, frente al deseo y la posibilidad de la esperanza, será preciso y obligado remitirse al clásico por excelencia, al llamado Buddha Shâkyamuni o, más popularmente, Buda. El príncipe nepalí que, empujado por las dudas existenciarias, se puso en camino para buscar respuesta. Encontrándola bajo la higuera pipalla, en la ribera oeste del río Nairanjanâ; que todo esto nos relatan las tradiciones legendarias.

Así, iluminado por la meditación, y estableciendo las coordenadas de su heterodoxa doctrina dentro del espacio cultural védico al que pertenece por origen geográfico e histórico, Buda concibe una solución directa y demoledora para acallar la imperiosa voz del querer deseante, y plantea con decisión el argumento liberador: puesto que la vida es sufrimiento y la causa del sufrimiento se halla en la insistencia del deseo, anúlese el deseo. Silogismo impecable. Neutralizar el deseo, vaciarse de intenciones y apegos, abandonar la esclavizante rueda de las reencarnaciones, inmovilizando y suspendiendo, de manera consciente, la acción mecánica de la energía vital, mediante la “recta concentración”, para alcanzar el inescrutable estado del nirvâna: “El Nirvana no es compuesto, no está hecho absolutamente de nada. No se puede decir del Nirvana que aparezca o que no aparezca, o que tiene que ser producido, o que es pasado, presente o futuro, o que sea cognoscible por el ojo, oído, nariz, lengua o cuerpo”.

Una explicación —la de los textos budistas— de carácter negativo, a falta de mayor exactitud, tal como corresponde a toda descripción de orden metafísico. Relato que pudiera remitirnos a la intuida disposición de un hipotético metauniverso, antes de producirse la existencia de los mundos y cuanto en ellos pueda suceder.

Cesación, desapego, inanidad, este es el futuro colapsado y ensimismado que Buda ofrece más allá de todos los deseos. Y este metadeseo, puesto que no deja de ser un deseo que se propone trascender el deseo, se acaba remansando -y no podría tener otro final- en el reducto óntico de ser aquello que es “lo que-es», sustantivado, sin adjetivos, sin otra pretensión que perseverar en la esencia anonadada y átona del nirvâna, siendo simplemente, sin ningún querer que Invoque poder alguno.

Y después del Buddha Shâkyamuni, cuantos místicos hayan formulado sus mensajes y expuesto sus opiniones sobre el deseo del querer, o incurren aun sin pretenderlo en nudo plagio o ensayan meras variaciones sobre el mismo tema. Se diga Dios, Brahma, Tao, Uno, o como se quiera denominar ese vacío inmutable, esa nihilidad que solo admite la escueta definición óntica de “lo que-es», siempre será esta indescriptible nada el destinado desenlace final de toda experiencia contemplativa.

El metadeseo místico, de forma necesaria, empezará por considerar la percepción sensible -aquellos datos que el cerebro procesa y que la fe del instinto da por ciertos- como si se tratase de una impostura, una insubsistente ficción espectral. Buda habla de la “ilusión de posesión”, del erróneo apego a lo que únicamente es un espejismo, una realidad de índole virtual a la que la escuela Vedanta advaita denominará mâyâ: el mundo aparente de la materia y de los fenómenos mundanos.

Los místicos cristianos, como el dominico alemán Maestro Eckhart, manifestarán que “Si quieres ser perfecto, debes liberarte de la nada». Puesto que nosotros y todo cuanto nos rodea consistimos, a su entender, en una nada relativa y animada por el amor propio. Es decir, somos una envoltura corporal cambiante y contingente, tan mudable y accidental como el escenario espacio-temporal del universo, en el que —Heráclito dixit— lo único permanente es el propio cambio.

Y este cuerpo material en constante transformación que somos, desde el óvulo fecundado hasta alcanzar la vejez insuperable, una masa de energía individualizada y movida por la fuerza motriz del instinto, constituye una manifestación transitoria y diferenciada de la energía universal. Situación que, para la concepción mística, solo se puede resolver “aniquilando los quereres” y perdiéndose en “el seno de la madre Nada”, como dice el místico y teólogo alemán Jacob Böhme; considerando que, al vaciarse la persona de todo anhelo mundano, al “desnacerse», disolviendo el nudo de deseos que da entidad al yo individual, las formas sensibles y el propio cuerpo quedan trascendidos por el metadeseo místico. Produciéndose entonces el regreso a la inanidad indiferenciada del origen: esa nihilidad esencial que nada sabe, nada tiene y nada desea; llámese nirvana, dios, uno, brahmán, tao o cualquier otra denominación equivalente.

Huida hacia delante, regreso a la nostalgia del útero primordial. Mediante la astucia del metadeseo, querer y poder se asocian en su propia renuncia. El silogismo budista se cumple con absoluta precisión: se alcanza, a través de la carencia, la plenitud de un ser indiferenciado y una eterna voluntad vacía. Y todo esto se produce —se ha de suponer— mediante alguna forma de entropía capaz de sustraerse conscientemente al flujo universal de energía del que estaba formando parte. Y capaz asimismo de incorporarse voluntariamente a la infinita pasividad de un metauniverso que permanece al margen de toda actividad energética, suspendido en la quietud atemporal de un estado que solo se podría definir como “lo que-es».

El misticismo a ultranza, convencido de estar enfrentándose a espectros, despreciables fantoches virtuales que únicamente generan dolor y sufrimiento -un mundo tenebrista cuya gama de colores se halla entre el blanco mortaja y el negro funerario-, no duda en buscar la salvación en nirvanas igualmente intangibles e ilusorios. Ultrarrealidades inefables a las que acogerse y en las que permanecer sustraídos de toda cuita y penuria, disueltos en una protovida anonadada y neutra donde perdurar de modo indefinido, experimentando la atonía y la insensibilidad más irreprochables.

No obstante, el metadeseo místico, al exponer la voluntad de alcanzar la supuesta perfección del ser vaciado, que nada sabe, nada tiene y nada desea, tampoco deja de manifestar, paradójicamente, un querer excedido: poder gozar indefinidamente de la sublime —según la visión mística— apacibilidad de ser “lo que-es», permaneciendo al margen de todo dolor y sufrimiento. Otra propuesta felicitaría más, en conclusión. Vueltas y revueltas metafísicas para encontrarse al final en el punto de partida más común; o sea, que la existencia —nirvánica o en unión mística con el Uno— parezca que es merecedora de ser experimentada. Humano, muy humano, sin duda.

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