marzo de 2024 - VIII Año

El viaje a Italia casi puede considerarse un género literario

No se viaja para llegar, sino por viajar
Johann Wolfgang von Goethe

A partir del Renacimiento el viaje a Italia ha venido teniendo algo de ritual, casi una obligación, para cualquier persona culta. Quienes proyectan y emprenden el viaje, proceden especialmente de Gran Bretaña, Alemania, España y algún otro país europeo. Solía considerarse una especie de rito, bien iniciático o de paso, donde los jóvenes aristócratas invertían, a veces hasta un año o más, antes de asumir sus compromisos como adultos, sin excluir naturalmente, las relaciones políticas o diplomáticas.

¿Por qué se emprende el viaje? Por curiosidad, por devoción, por tener la oportunidad de conocer los lugares soñados, para dar rienda suelta a inquietudes culturales, para conocer un pasado glorioso antes de enfrentarse a los retos de un presente cambiante donde se iban abriendo paso nuevas visiones del hombre y del mundo. Los viajeros ilustrados, especialmente, tienen algo que los convierte con frecuencia en observadores geniales.

Ha habido viajeros apasionados. No son los que más me interesan, prefiero los escépticos un tanto melancólicos, observadores, críticos, introvertidos y amables. Tener los ojos abiertos, en definitiva, saber mirar en profundidad es algo que siempre he apreciado. Hay quien visita Italia, como si de un museo se tratara. No puede dudarse que en cierto modo lo sea, mas también es mucho más que eso.

Me parece un gesto vacío de contenido y en cierto modo petulante y grandilocuente, sentarse, pararse a meditar cerca de las ruinas de un templo o de un teatro para ver desfilar la historia de forma ondulante. Prefiero lo que algunos han calificado ‘como el viajero hormiga’, el que anota cuidadosamente lo que ve y que, frecuentemente, lleva un diario para retener cada momento y poder dar forma a sus impresiones cuando el viaje haya finalizado.

‘El viajero avisado’ no se deja atrapar por hipnotismos ni por simulacros. Muy al contrario, mira, observa, aprende… y, solo posteriormente, deja volar la imaginación. El pasado, por ejemplo, es mucho más que restos arqueológicos por impresionantes que estos sean. El esplendor marchito de las ruinas es un camino a explorar, mas hay que complementarlo con otras vivencias. El pasado, si sabe apreciarse, es caleidoscópico… y el aire fresco del atardecer desprende un aroma de hedonismo que hay que saber respirar. Es muy saludable para el espíritu.

Los múltiples tesoros como los pictóricos, que están presentes por doquier, no deben llevarnos a confundir la parte con el todo. No tiene sentido un viaje en el que el viajero no se enamore de lugares como la Piazza del Populo o el Palazzo Venezia de Roma, del bullicio de las gentes que lo atraviesan, de las costumbres festivas  y, sobre todo, de la vitalidad. Goethe sin ir más lejos, tras un rechazo instintivo al principio, llegó a reconciliarse con el carnaval romano que conserva algo de las saturnales.

La Piazza di Spagna, con su célebre escalinata, merece una observación tan atenta como la Capilla Sixtina. En el siglo XVIII especialmente, más en todas las épocas, el viajero ha buscado la belleza; quizás hoy con el adocenamiento y las visitas obligadas a monumentos y lugares, que no suele exceder los diez minutos… no poco de este encanto se ha perdido. En el siglo XVIII, Roma, en particular e Italia en general era contemplada como la nueva Jerusalén por los hombres ilustrados.

Voy ahora a detenerme brevemente, en un viajero prácticamente desconocido en nuestro país. Me refiero a James Boswell un aristócrata escocés que, para muchos, es el forjador de la biografía moderna, como se puede comprobar leyendo su “The life of Samuel Johnson”. De vivaz inteligencia, más de vida bohemia y errabunda, vivía como un vagabundo en permanente estado de embriaguez. Por este y otros motivos fue atacado y vilipendiado con saña.

Alumno aventajado de Adam Smith, viajero empedernido, elegante, observador pero muy apegado a la botella. Tuvo la oportunidad de conocer y tratar a Voltaire y a Rousseau y, también al general Pascuale Paoli. Influenciado por este último, escribió “An Account of Corsica”, donde se muestra como un decidido defensor de las tendencias, que hoy llamaríamos autonomistas e incluso separatistas. Defendió la República de Córcega tras la sublevación en que se liberó del dominio que  Génova ejercía sobre ella.

Este personaje controvertido es considerado ‘especialmente en el mundo anglosajón’ como el creador de la biografía moderna. Asimismo, se ha dicho de él que fue el primer escritor que utilizó el adjetivo romántico, aunque esto naturalmente es harto difícil de comprobar.

Es, desde luego, un personaje singular y excéntrico. Conoció bien a Plutarco y considera a Paoli homologable a una de las egregias figuras de sus vidas paralelas. Es curioso añadir a este respecto que Jean Jacques Rousseau, llegó a redactar una constitución republicana para Córcega. Igualmente, me parece relevante que Prosper Mérimée más tarde tendría en cuenta, sus anotaciones y puntos de vista. Ejerció una mayor influencia de la que muchos le reconocen.

Retomemos el hilo. Repárese en que en más de una ocasión, los límites entre un libro de viajes y una novela no están muy claros, especialmente durante el Romanticismo. Por eso, en algunos libros de viajes para darles verosimilitud y realismo, suelen insertarse epístolas o reflexiones que vienen a convertirlos en una especie de diario. En muchas ocasiones son textos que intentan seguir el precepto horaciano  de vincular la utilidad a la amenidad.

Me parece un acierto indiscutible su finalidad, unas veces logradas y otras no tanto, de dejar hablar a los lugares emblemáticos y a las ciudades que han protagonizado episodios históricos de relieve. En el siglo XVIII, se visitan los lugares del pasado para proyectarlos al futuro. Hasta ahí llegan el respeto y la admiración por el mundo clásico.

Las impresiones que van dejando plasmadas en las páginas de sus libros de viajes, quienes han visitado Italia en cualquier época. Suelen ser textos nutritivos  y dejan como rastro un aroma de nostalgia y, a menudo de erudición.

En su recorrido por los diversos escenarios de la ‘Bota’ no es infrecuente que las agujas de todos los relojes pretendan inútilmente identificarse con las aspiraciones del viajero de detener el tiempo, que por su propia naturaleza es huidizo y fugaz. Llama la atención que ciertos libros de viajes tienen la pretensión de hundirnos en los sótanos del tiempo.

Puede que sea lícito echar a volar la imaginación ante las ruinas de un templo del periodo republicano, dedicado a la diosa Fortuna o al observar un teatro en la Magna Grecia. Tal vez sea pertinente recordar que en griego antiguo teatro significa lugar para mirar, lugar desde el que se observa.

De cualquier forma el viajero ha de ir prevenido contra las tentaciones hipnóticas que va encontrando en el camino. Surge una contradicción: no es posible parar el tiempo aunque a veces los viajes se realizan con la finalidad de detenerlo.

Podríamos hablar de cinco o seis libros, espléndidos, destinados a dejar memoria de un viaje a Italia y del impacto que esos lugares y paisajes míticos fueron dejando en quien los compuso… mas pospondremos el análisis de estos libros para una próxima entrega.

Ha habido, también, compatriotas de distintas épocas que han descrito y expuesto, bien lo que percibieron de su viaje a Italia o bien, sus experiencias como exiliado es, sin ir más lejos el caso de Moratín.

No puedo dejar de mencionar las páginas que nos legaron Lord Byron o Stendhal de sus andaduras por tierras italianas y de su valoración de la belleza que iban contemplando  a su paso y que, entre otras cosas, ha dado nombre al ‘síndrome de Stendhal’.

Si hubiera que elegir un viaje entre los viajes y un libro entre los libros, no dudaría en quedarme con “Viaje a Italia”  de Goethe que, naturalmente es mucho más que un libro de viajes. Destaca en primer lugar su duración de casi dos años y no puede extrañarnos su  carácter autobiográfico. Reproduce cartas e interesantes comentarios sobre arte, historia o filosofía de una de las mentes más cultivadas del periodo histórico en que vivió. Por eso, se desprende mucha sabiduría y emoción sobre sus estancias en Venecia, Nápoles, Sicilia y especialmente Roma, por la que sentía auténtica fascinación.

Aunque a simple vista pueda parecer extraño, Goethe tiene la mirada curiosa del que quiere aprender, comprobar lo sabido sobre el terreno y educar su espíritu. Es más que oportuno sugerir su lectura, aunque sea seleccionando determinadas páginas de sus tres tomos. El autor de Fausto  preparó con minuciosidad y antelación este viaje durante años.

Rinde culto a quienes cree que se hacen merecedores de admiración, por ejemplo, al pasar por Ferrara, donde se detiene tan solo un día, tiene interés por visitar y visita la prisión en la que Torcuato Tasso estuvo preso.

No puede ni debe extrañarnos que reserve todo su tiempo a la admiración de obras de arte y a conocer los lugares donde se desarrollaron importantes eventos de la antigüedad clásica, por eso rehúye todo tipo de compromisos sociales o los reduce al mínimo y pretende pasar de incógnito o al menos fingirlo.

Entre otras cosas su viaje nos deja sus acertados comentarios sobre Tiziano, sus opiniones sobre las Loggias de Rafael o sus impresiones sobre el Palazzo del Quirinale, por aquel entonces, residencia papal. Otro de sus lugares predilectos fue el Palazzo Barberini donde se siente casi embrujado por el impacto de los lienzos de Leonardo y Rafael. Se aparta del bullicio y busca la soledad para meditar y para huir del ruido.

La grandeza de la antigua Roma también la encuentra en el Castel Sant’Angelo o en el Campidoglio. Lo que podríamos denominar sus querencias pre-románticas, se hacen patentes en sus paseos por Roma a la luz de la luna.

No podía faltar una visita al Convento de Sant’Onofrio donde se encuentra el sepulcro de Torcuato Tasso. Se cuenta que se detuvo ante el busto del poeta en la biblioteca del monasterio. El interés hacia esta figura hará que le dedique un drama posteriormente. Es curioso constatar que años más tarde, fueron muchos los alemanes que al visitar Italia no olvidaban en sus baúles “El viaje a Italia”  de Goethe, a quien elegían como compañero y guía para recorrer el país y para deleitarse con sus comentarios en sus peregrinaciones.

Los romanos son de naturaleza avispada y cuando se les da oportunidad, sacan provecho incluso de debajo de las piedras. Digo esto, porque Goethe vivió en Roma frente al Palazzo Rondinini, en la célebre Vía del Corso. Allí, años más tarde se abrió la Casa-Museo Goethe ¿Qué contiene? Una edición de “El Viaggio in Italia” que data de 1740 (hay que esperar hasta 1923 para disponer de la primera impresión italiana). Sus salas amplias, silenciosas y un poco frías albergan también grabados de Giovanni Battista Piranesi.

No hay en esta casa-museo piezas de gran interés, pero para quienes quieran conocer el lugar donde residió Goethe y desde donde contemplaba los carnavales romanos, forma parte de la peregrinación obligada y hasta un poco fetichista. En sus paredes cuelga un oleo de Kolbe  y una copia del retrato de Goethe de la pintora Angelika Kauffmann. En sus vitrinas hay diversos documentos y extractos del diario de viaje de 1786, así como una pequeña biblioteca de libros que bien pudieron pertenecer a Goethe. Era friolero y se queja varias veces de que en sus dependencias no gozaba de chimenea ni de estufa.

El viaje a Italia tal y como anunciaba en el título de este ensayo, puede considerarse todo un género. Precisamente por eso, estas páginas pueden constituir la primera de una  serie de colaboraciones que lo aborden desde distintas perspectivas, ángulos y puntos de vista.

Las relaciones culturales entre España e Italia han sido profundas y duraderas. Por eso, sería oportuno que habláramos de las páginas sobre su exilio italiano que nos legó Moratín o sus impresiones del viaje a Italia de Emilio Castelar, cuarto presidente de la Primera República. Acercándonos más en el tiempo es formidable  el testimonio de Benito Pérez Galdós al recorrer diversas regiones y ciudades italianas o las personalísimas y originales descripciones de Amós de Escalante, siguiendo el curso de ríos como el Tiber. No es muy conocido, por eso quizás merece la pena incidir, en las páginas sobre Italia que nos han legado exiliados de la Guerra Civil como María Zambrano o Rafael Alberti.

Por hoy, es oportuno cerrar esta primera entrega, más el viaje Italia ha sido y es un tema recurrente en  la literatura española.

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