noviembre de 2024 - VIII Año

Zelda Fitzgerald: la escritura femenina solapada por la sombra de Scott

Una más, una de tantas otras más, solapada, copiada, silenciada y marginada.

A esta escritora le caben todas las sombras y ahora, por fin, muchas luces de voces expertas, no sesgadas, la iluminan con el reconocimiento de lo que fue su vida literaria, agostada por el ciclón masculino que la acompañó sin darle tregua. Eran los años 20 en Estados Unidos y en Europa.

Zelda y su collar de perlas…

En esta relación me he dejado la piel: he corrido (y asumido), hasta el presente, muchos riesgos: afectivos, familiares, laborales, de salud. Ahora se trata de no tentar a la suerte, minimizar daños y evitar dolor. Veo muy difícil aceptar tu «exhortación a trabajar codo con codo». Te toca a ti remar. Yo ya hice mi parte (y con creces) desde el principio.

¿Por qué me pides una copa más, Scott?

Reconoce que demostrar «gran afán» desde la distancia, difícilmente se puede traducir en ofrecimientos espectaculares. Escribirte, subrayar mi pasión por ti, y esperar. Me temo que la situación actual no permite mucho más.

Al margen de lo escrito y lo vivido, no cabe la menor duda de que resulta más sencillo decirte: “¡Cómo te quiero!» a una persona que se muestra cálida y cercana que a alguien que insiste en mantener distancia.

A pesar de lo cual…

Te quiero mucho, muchísimo.

(La trampa de Ariadna, Madrid, Ed. Bohodón, Pilar Úcar y María Embid)

Zelda Fitzgerald podría haber organizado un club de damnificadas como ella, pero prefirió no desentonar y hacer sonar el tintineo de las copas, las cuentas de los collares que se movían al son de la música de aquel entonces y pensar: “pasará”.

Claro que pasó y pasó taconeando, a veces pisando fuerte, pero en la mayoría de las ocasiones, de puntillas, no se fuera a enfurruñar el caprichoso. Y así ella lo aceptó o disimuló su disgusto.

Desde sus entretelas y tal como lo refleja en ese vals que deseaba bailar, se mordía la lengua y se daba un punto en la boca para no gritar a voz herida su espíritu convulso, brillante y su talento intelectual.

No tocaba, o no le tocaba a ella descollar en la selva de asilvestrados varones que prorrumpían a grandes zancadas en salones literarios, clubes sociales, ambientes llenos de brilli brilli donde sus féminas acompañantes rubricaban su esplendor como muñequitas inermes.

Hace ya algunos años que la capacidad como escritora de Zelda Fitzgerald se viene recuperando, incluso el apellido que la persiguió siempre, también.

Hasta hace pocas décadas, ella solo era Zelda y Scott, perdón, Scott y Zelda como si se tratase de uno de los flecos que colgaban de su vestido al uso.

Bailar pegados…

48 años de vida (1900-1948) dieron para mucho y en nuestros días ya no se la asocia solo con su cónyuge, que también. Ha adquirido entidad propia. Pero nadie se lo ha regalado. Ha tenido que ser la revisión posterior la que ha reconocido el valor y la valía de esta mujer singular, todo un icono de los años 1920.

Resulta curioso admitir que la pareja unida, vendía más que por separado: un auténtico 2×1. Fama por partida doble. Él escribe y ella baila, todo un número circense, en medio de los cortinajes de jazz, la generación perdida…Gracias a la labor de su biógrafa Nancy Milford, hoy sabemos mucho de nuestra protagonista, pegada a un marido controlador: su propia inseguridad se la trasfundió a su esposa.

Ambos, juntos, inseparables eran aclamados en los ambientes más “in” del momento, lucían y divertían, daban caché a las reuniones más glamurosas…fácil imaginar que entretenían como mascotas al respetable.

Se conocieron cuando ella tenía 18 y él un donjuán impenitente, la deslumbró con sus escritos en ciernes, con palabras zalameras en las que elevaba a su amada hasta los altares de protagonista de una novela incipiente: A Este Lado del Paraíso.

Vamos, lo de siempre, mujer convertida en musa, en inspiración, un subterfugio tan conocido como desgastado. Y ella, entregada; como a otras tantas mujeres escritoras, le acompañaba un diario, auténtico confidente; cometió el error de mostrárselo: ávido de conocerla más, pero sobre todo de sustraer su propia alma, copió y mutiló páginas para configurar esa novela que le/les daría fama y notoriedad universal. En el fondo, un pobre diablo, pero no tan ignorante para no darse cuenta de cómo escribía su pareja, notablemente, mucho mejor que él. Y ese descubrimiento fue una trampa para Zelda, le dio donde más le dolía: ser consciente de que una mujer, por muy enamorado que estuviese de ella, era superior a él. Tocado y hundido. Así aparece también en El Gran Gatsby: mucho boato y parafernalia, pompa y grandilocuencia entre ambos como mandaban los cánones del momento.

En épocas convulsas, no cabían las medias tintas: o todo o nada, sin grisura. La pasión a flor de piel: 24 de 7 juntos: amor a raudales, o más bien, sexo, droga y rock and roll.

New York, New York…

La ciudad de Nueva York les atrapó y con 20 años, Zelda se compromete. Su novio, que no gustaba a sus próximos, bebedor compulsivo y católico (una tacha para la familia -episcopaliana- de la joven). Comienza la vorágine vital: éxito apoteósico de la novela A este lado del Paraíso, boda y euforia, como si no hubiera un mañana: efusivos, divertidos, escandalosos, una fuerza arrolladora multiplicada por dos y siempre en el escaparate público. En la intimidad, era otra cosa: peleas, gritos y reproches: el alcohol y las continuas resacas que no perdonan. Con 21 años da a su luz a su única hija: “Espero que sea hermosa y tonta, una tontita hermosa.» Muchas de sus palabras pueden ser encontradas en la novela de Scott El Gran Gatsby, en donde el personaje Daisy Buchanan tiene esperanzas similares para su hija. Zelda, se dedicó a publicar distintos artículos de tinte doméstico, recetas de cocina, consejos a las mujeres… y rápidamente su buena pluma dio excelentes resultados en otras revistas con artículos de opinión, críticas y sugerencias sobre temas sociales.

Comenzaba a hacerse mayor la distancia entre los esposos y las deudas les alejaban de esos momentos intrépidos. París será su nuevo destino: siempre en movimiento, siempre escapando de la realidad, en una huida hacia adelante. Ella y él, mejor, él y ella, siguieron formando un tándem vital de lujo, viajes y fiestas, allí donde se encontraran, hasta su final melodramático para ambos: él muere de infarto y Zelda, que desarrolló la esquizofrenia, fallece en un frenopático.

¿Esa cabecita loca…?

Aquella niña bien, de familia privilegiada, hoy sería una celebrity del papel cuché, más bien de las redes, del tiktok, del Hollywood de su tiempo.

Con el paso de las décadas, nos podemos preguntar dónde empezaba uno y dónde acababa la otra de la simbiosis tan tóxica que formaban. Esos límites desdibujados para una personalidad femenina más que curiosa y efervescente; atrayente y atractiva. Fácil imaginar carcajadas desenfrenadas, la pasión desmedida hacia su pareja, autor de A este lado del paraíso. Título muy sugestivo y esclarecedor. Viviendo alocadamente a ritmo de jazz, y bailando el charlestón hasta horas intempestivas. Buscaba el paraíso en esta tierra, debió pensar nuestra escritora, que se lo merecía: su ringorrango se avenía a las mil maravillas con su carácter de hija consentida por su madre y de educación rígida por su padre, un preminente jurista de Alabama; basculó entre los mimos y la distancia, entre el protagonismo y el abandono; necesitaba llamar la atención en presencia y en ausencia; Scott conocía su talón de Aquiles y le cosió un traje a la perfección. Le gustaba fumar y dar la nota, sin interés por aprender y atesorar conocimientos, o atender lecciones académicas, la lideresa de los amigos, la imprescindible para la juerga: dicharachera, extrovertida, superficial y optimista. Díscola y rebelde; provocadora y provocativa. Todo un dulce muy apetitoso para la voracidad del depredador: el escritor la atrapó y ella danzaba cual flapper en sus redes.

Una niña bien…

Una trampa que paladeó hasta terminar exhausta y enferma. Protegida por la fama de su padre se extralimitaba, a sabiendas de que siempre se saldría con la suya, hija pródiga sería acogida con aplausos familiares, evitando peligros mayores y los destrozos personales que se derivaban de una vida tan rocambolesca. Enamorada de un joven con el que pasaba el tiempo entre casinos y más fiestas, deseosa del divorcio de Scott que nunca le concedió, la encerró en su casa.

Su vida tomaba el sesgo de personaje literario, hasta el punto de no tener muy claro qué era ficción y realidad entre la persona y la protagonista. Los libros más famosos de una y otro parece que son el espejo de sus propias vivencias y es a través de sus personajes como se puede adivinar el día a día de la escritora y del escritor, a modo de culpa expiatoria, de salvación cotidiana. La terapia de la escritura. Zelda rompió moldes y modelos para una mujer sureña de su época. Nada que ver con la delicadeza, docilidad y complacencia propias de los años en los que le tocó vivir en cualquier coordenado espacial en que se moviera, ya fuera por Estados Unidos o por Europa, trotamundos de lujo y siempre en boca de todos: sus “travesuras” no daban tregua a los suyos, alimentando notoriedad de los chismes de esta joven atolondrada, de carácter aniñado, escasa de madurez, escueta de ropajes y vitalista e inconsciente. Ambos perdieron la confianza entre sí, ambos se perdieron en la selva de sus emociones.

Resulta complejo escribir solo de ella sin la sombra tenaz de él. Quizá ella lo quiso así.

El mundo rueda y rueda…

Más viajes, esta vez, por Italia, envuelta en celofán, “aquí no pasa nada y todo está bien” ante los ojos extraños y ajenos de quienes seguían observando a una pareja feliz, y tal vez el intento de suicidio con la sobredosis de opiáceos que Zelda ingirió. 24 años y todavía le quedaba mucho por vivir.

El colchón de su apellido propició su actitud de seguir viviendo y dejar vivir. Años locos para una mujer que iba a decir mucho como el disgusto mutuo que se profesaron Hemingway y ella al que tildó de «esa hada con pelo en su pecho» («that fairy with hair on his chest») y «falso como un cheque de goma» (cheque sin fondos). Se cruzaron ambos a través de la correa de transmisión del inefable Scott, lindezas del tipo, machista y loca, gay… Muy propio. Peleas, coqueteo con prostitutas, celos, nuevo intento de suicidio femenino…Viviendo al límite. Espontánea, ingeniosa y desinhibida más allá de su atormentado interior, natural como al gentío varonil les agradaba siempre y cuando no implicara afecto ni compromiso: una mera pose impostada, teatral y fingida, puro teatro que cantaría años después la cubana La Lupe (cuando fue abandonada por Tito Puente).

Para escribir se precisan unas mínimas condiciones de calma, reposo, silencio, reflexión y concentración. Zelda lo entendía como aislamiento por parte de Scott, desidia y abandono y, sobre todo, aburrimiento que ella no sabía ni apaciguar ni sustituir con actividades que compensaran el tedio que la inundaba. Alcohol, mucho, y deudas, también, actitudes irracionales y comportamiento errático. No avanzaban por buenos derroteros la obra de ninguno de los dos.

La personalidad de la escritora en ciernes se va convirtiendo cada vez y con el paso del tiempo en un lastre para la pareja; ahora bien, no sabemos a ciencia cierta si fue el matrimonio con el afamado Scott lo que la trastornó o ya venía “de serie”, algo defectuosa y esa alianza contribuyó a acentuar sus aristas. Sí se puede constatar que la escritora poseía talento creativo no solo para la escritura, sino también para el arte figurativo y la danza. Había en ella todo un germen, un embrión de chispa y talento, que la mayoría de las ocasiones fueron minimizados por la vorágine irreprimible de su pareja “de baile”. En Zelda se acusa además con insistencia el hecho de empezar, emprender y no culminar, como si una dejadez, una liviandad congénita o adquirida, impidiera llevar a buen puerto sus iniciativas.

No puedo más…Algo de gasligthing

Su compañía pública se hacía menos necesaria y por supuesto menos imprescindible: los problemas que dominaban a la pareja se hacían palpables y lo feo no gusta, la distorsión de la realidad como en espejos cóncavos y convexos, se convertían en puro esperpento social. Tras varios ingresos en centros psiquiátricos, el diagnóstico no se hizo esperar: 31 años y enferma de esquizofrenia; no había vuelta atrás. Tendría que sobrevivir sabiéndolo y en tratamiento con brotes de genialidad, como era ella. Y escribió en seis semanas Save me the waltz, un espejo vital del trasiego con Scott que reaccionó como un celópata furibundo ante el éxito del libro que dejaba al descubierto los trapos sucios conyugales. El papel charol se descompuso, pero a pesar de las arrugas, todo el genio innato de la escritora afloró muy alejado de los intentos de su juventud. Utiliza un lenguaje complejo, lleno de símbolos, comparaciones y metáforas, todo lo contrario de Scott.

El fracaso de Save Me the Waltz, y la mordaz crítica de Scott —la acusó de plagio​ y la llamó «escritora de tercera» aplastaron su ánimo; no podía ser de otra manera. Fue la única novela que publicó. Fracaso literario, fracaso pictórico. Zelda ya no podría recuperarse de estos desaires. Para alguien cuya opinión social era básica, el recibimiento que obtuvo tan negativo acabaría por hundirla. 36 años y nuevos hospitales. Huraña. Violenta y con resquemor. Visionaria, llena de ensoñaciones y alucinaciones. El odio entre los esposos imposible de disimular, reproches y ataques virulentos; amargura e infidelidades, ruina moral y económica. Las culpas iban y venían sin remisión.

Llega el final…

El tiempo inexorable, y sin amigos. Sin dinero. Circunstancias desconocidas para una pareja que ya no se volvería a ver nunca más. No es muy rocambolesco pensar que ella seguía admirando a Scott, a esa pareja que la condujo a las profundidades abisales; pero ocurre que ambos respondían al epítome de estadounidense, es decir, un temperamento basado en la creencia en uno mismo y en el ‘deseo de sobrevivir’.

Ni pudo asistir al funeral de su marido ni a la boda de su hija Scottie, ni acabar la novela sobre la que estaba trabajando en sus últimos días, porque el 10 de marzo de 1948 se produjo un incendio en la cocina del hospital, y Zelda, encerrada en un cuarto, esperando la terapia de electroshock, murió al propagarse el fuego por el hueco del montacargas.

Y ahora, ¿qué?

Más allá de canciones, series televisivas, videojuegos, musicales y películas, símbolos y nombres de parques o esculturas dedicados a uno u otra o a los dos, adaptaciones teatrales, museos y exposiciones…después de publicarse la biografía de Milford sobre Zelda, los críticos y académicos comenzaron a ver el trabajo de Zelda con ojos diferentes.

Parece que había llegado el momento de despegar la etiqueta marital y literaria que les unía a los dos indisolublemente como el sacramento.

Save Me the Waltz se convirtió en el enfoque de muchos estudios literarios que exploraban diferentes aspectos del trabajo de Zelda. Escrita en dos meses, logra encantar, divertir y emocionar a los lectores. Algunos han comparado a esta pareja con la relación del matrimonio de poetas Ted Hughes y Sylvia Plath.

Zelda Fitzgerald, icono feminista de la década de los 70 fue leyenda en vida, con una vida mítica: una mujer que plasmó sus vivencias personales, escondida y censurada, por eso, por ser mujer, porque su escritura resultaba incómoda, inconveniente.

Conviene rescatarla de algún olvido consciente, sin duda, y auparla en el sitio que le corresponde por derecho y méritos propios dado que ella no fue muy consciente del poder y la impronta que podían derivarse de aquellos felices años 20 en la actualidad.

Repasar y recordar su memoria nos reconcilia con su origen, con la época por la que transitó y así revivir las dificultades y vicisitudes personales y sociales, sus deseos e ilusiones, sobresaltos y aspiraciones…todo un mosaico lleno de autenticidad de un espíritu lleno de autenticidad. Las sombras que la nublaron, se desvanecen, y su obra y ejemplo vital nos permiten vislumbrar luz y horizonte sin opacidad.

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Archivo Entreletras

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