
Hoy por la mañana estaba yo muy contento pensando que esta Semana Santa cada cual hará lo que le parezca bien: unos en acudiendo a procesiones y rezando en las iglesias, sea en su lugar o en cualquier otro del territorio nacional; otros en la playa o en el campo, entregados al descanso o a la juerga; bastantes quedándose en casa, descansando de verdad, porque no quieren andar en aglomeraciones de carreteras o paradas religiosas o porque el presupuesto no les da para dispendios. Estaba tan contento, digo, cuando me llega una noticia que me deja más tieso que una de esas figuras que aparecen en los pasos procesionales.
Me refiero a que en lugares como Sevilla o Málaga, tienen dispuestas tribunas con sillas y hasta palcos en lugares estratégicos para poder presencias las procesiones mayores y que se pueden reservar en directo y hasta por Internet a precios que oscilan entre 83 y 164 euros para las sillas y entre 624 y 980 euros para los palcos de seis personas. Algo parecido ocurre en Córdoba y otros lugares al precio más módico de 20 euros e incluso a precios simbólicos de un euro en lugares como Badajoz o Murcia. No he buscado lo que ocurre en otros lugares porque ya digo que me he quedado tieso, anonadado y hasta ojiplático.
Me he puesto a pensar sobre el asunto y supongo que se debe a la mucha afluencia de propios y turistas en algunos lugares y a la necesidad de organizar a las muchedumbres. Supongo que también a la conveniencia de hacer caja por parte de cofradías, entidades religiosas, ayuntamientos o quien quiera que instale los tabladillos y saque las imágenes y los penitentes y capirotes a las calles.
No sé quién fija los precios, quién se lleva las ganancias y a qué se destinan, pero me da igual, el caso es que se cobra por asistir cómodamente a un acto religioso como si fuese un partido de tenis, una sesión teatral o el concierto de algún cantante de moda, aunque está claro que quien no pueda o no quiera pagar bien podrá ver las procesiones desde algún otro lugar, tal vez en medio de apreturas y codazos. Cuidado, porque sé de algunos lugares que han ordenado multar a quien se lleve una silla de casa y la coloque donde pueda para estar descansado. Se dice que la multa es por ocupación de la vía pública… como si no fuese ocupación cerrar las calles y sacar toda la parafernalia de una religión concreta en un país que se ha declarado aconfesional; que no es que me importe mucho, pero como se pongan todas las otras religiones a hacer sus celebraciones del mismo modo, igual tenemos un problema.
Pero después de estas reflexiones me he parado a pensar y ¡claro! ¡ya sé por qué hacen esto de las sillas, los palcos y demás! Están rememorando lo ocurrido en la historia que se celebra, en el supuesto de que sea realmente histórica toda esta efeméride.

Se supone que en la Última Cena debieron alquilarse sillas y hasta cojines. Se desconoce si también cobraron el menú a los que pagasen su plaza en la mesa principal o en las aledañas.
También debieron alquilarse sillas y palcos en el huerto de Getsemaní, allí entre los olivos, para ver de cerca el prendimiento y consiguiente alboroto, corte de oreja incluido.
De la entrada en Jerusalén a lomos de borriquillo no hay noticias de reserva de asientos, porque el gentío por otra fiesta, judía en aquella ocasión, era tan grande al parecer, que les pilló por sorpresa a los organizadores. Si debieron hacerlo en la entrevista con el tal Poncio Pilatos, aunque eso fue en el pretorio de la fortaleza Antonia y allí sólo debieron acudir los prebostes romanos y algún jefazo del Sanedrín. No hay noticias de que en los alrededores pudieran alquilarse sillas para el populacho.
Lo que sí pudo ocurrir, y eso es lo que ahora se imita, es que la gran afluencia de público a la crucifixión propiciase que algunos aprovechados alquilaran asientos y lugares especiales para los devotos o curiosos, aunque no se sabe el número. Sí se cuenta que la familia del protagonista tuvo un lugar reservado preferente y parece que nadie cobró por ello.
Esto de asistir a las ejecuciones era tan común que bastante después, en los autos de fe, se llenaba la Plaza Mayor madrileña de balcones pagados por los ricos y lugares de a pie para el gentío. Y hasta en la Revolución Francesa, las comadres se reservaban espacio cerca de la guillotina y allí se la pasaban tan ricamente, en vez de cantando saetas, pelando habas o haciendo calceta.
Claro que todo esto puede ser una suposición mía y en realidad lo de los alquileres sea una invención de las gentes de ahora que han confundido la devoción y la espiritualidad con un espectáculo folclórico.
Pues muy bien, si alguien quiere pagar por esto, que le aproveche. No seré yo quien diga cómo tiene que cumplir cada cual con sus devociones.