noviembre de 2024 - VIII Año

Un alegato de Reclus contra la pena de muerte  

Élisée Reclus combatió enérgicamente la pena de muerte. En este artículo queremos recordar los argumentos que empleó contra la misma, y que Vida Socialista quiso que el lector los conociera en castellano en 1911.

Reclus se confesaba enemigo de la pena de muerte, pero para combatirla consideraba que era imprescindible conocer su origen. La cuestión giraba en relación al concepto de venganza, pero también sobre el uso interesado del monopolio del derecho a castigar por parte de los que gobernaban los Estados.

Su análisis partía de la pregunta sobre si estaban en lo cierto los que hacían derivar la pena de muerte del derecho de defensa personal. Si eso se confirmara era complicado criticar la pena de muerte porque todos tendrían derecho a su defensa y de los suyos. Pero ya aparecía el primer problema en relación con el hecho de que el derecho de defensa personal no podía ser delegado porque cesaba inmediatamente cuando cesaba el peligro. Reclus decía que cuando se ponía la mano en la vida de los semejantes no había recurso social contra ellos y nadie podía ayudarnos. Este razonamiento tenía que ver con un principio que consideramos claramente anarquista porque el autor decía que así sucedía cuando un hombre se ponía aparte de los otros, fuera de todo contrato y hacía pesar su poder sobre los ciudadanos que quedaban transformados en súbditos. En ese momento, éstos tenían todo el derecho a rebelarse y de matar al que los oprimía. Al respecto, existían muchos ejemplos en la Historia.

La pena de muerte, tal y como la aplicaban los Estados, tendría un origen, para el geógrafo y anarquista francés, en la venganza. Este era el quid de la cuestión. Era una venganza sin medida, tan terrible como pudiera inspirarla el odio o la venganza reglamentada por una suerte de justicia sumaria como la pena del Talión del conocido “ojo por ojo, diente por diente, cabeza por cabeza”. Desde que se constituyó había sustituido al individuo para ejercer la venganza. Exigía un precio en sangre. Cada herida se debía pagar con otra herida, cada muerte con otra muerte. Era el mejor procedimiento para que se eternizasen los odios y las guerras.

Como la ley del Talión no podía mantenerse en los grandes Estados, era la sociedad, representada por sus gobiernos, quienes se encargaba de la venganza. Pero la Historia demostraba, siempre según nuestro protagonista, que, al monopolizar el derecho a castigar en nombre de todos, el Estado, la casta o el monarca se habían ocupado de vengar sus injurias particulares y como instrumentos para perseguir a sus enemigos. No había torturas que la imaginación pudiera inventar que no hubieran sido aplicadas en la Historia. No se castigaban verdaderamente crímenes. El odio de reyes y de las clases dominantes se habría dirigido contra los hombres que reivindicaban la libertad de pensar y de obrar. La pena de muerte, llegados a este punto del razonamiento de Reclus, era una aplicación al servicio de la tiranía. Para ello, recordaba a Calvino en relación con Miguel Servet, y a Lutero sobre los campesinos, sin olvidar los Autos de Fe de la Inquisición.

La pena de muerte era inútil para nuestro protagonista, pero, sobre todo, no era justa. Cuando un individuo se vengaba aisladamente, podía considerar a su adversario como responsable, pero la sociedad, tomada en su conjunto, debía comprender la solidaridad que unía a todos sus miembros, ya fueran virtuosos, ya criminales, y reconocer que en cada crimen ella tenía su parte. Reclus estaba formulando el argumento sobre el poder corruptor de la sociedad sobre el individuo, la responsabilidad social en el crimen. Así se preguntaba si la se había cuidado de la infancia del criminal, si había recibido una educación completa, si se le habían facilitado los caminos de la vida, si había conocido buenos ejemplos, si, en fin, había tenido los medios de permanecer honrado o de regenerarse a la primera caída. Si las respuestas eran negativas el criminal tenía derecho a tachar de injusta la pena de muerte.

El artículo en castellano se publicó en el número del 3 de septiembre de 1911 de la revista Vida Socialista.

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Archivo Entreletras

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