¡Mis queridos palomiteros!
Con La buena suerte —sólido drama de la afamada cineasta Gracia Querejeta que en España distribuye Karma Films— la directora del muy premiado largometraje Héctor (2004) revalida su talento natural y acentúa la frescura que caracteriza su cine. Ahí tenemos, por ejemplo, su resultado con Accidente, la exitosa serie mexicana de Netflix que codirigió con Klych López y que arrancó sus emisiones hace casi un año. Es decir, que estamos hablando de una de las voces más interesantes y lúcidas del cine español contemporáneo.
En síntesis, La buena suerte sigue las andanzas de Pablo, que decide bajarse del tren en la estación de un pueblo de mala muerte, comprarse un viejo y destartalado piso frente a las vías y comenzar a vivir como si no fuera el reconocido arquitecto que en realidad es.
Tal vez esté huyendo de alguien, o de algo, o incluso de sí mismo. En el pueblo, todo parece estancado, excepto Raluca, una mujer optimista abierta a las sorpresas que pueden cambiarte la vida para bien. Ella decidió confiar en su suerte, aunque la vida no siempre le presente su mejor cara.
Por su lado, la filmografía de Querejeta gira con frecuencia en torno a los vínculos familiares y los silencios que los ocupan, a saber, Siete mesas de billar francés (2007), Felices 140 (2015) o Invisibles (2020), por ejemplo, y ahora la reconocida directora regresa con una historia muy de piel con piel, que disecciona la herida abierta que deja el padre ausente. Y lo hace desde ese lugar donde reside su madurez y su personalidad indiscutible, que después apreciamos en su destreza tras la cámara.
Así las cosas, La buena suerte es una adaptación libre y respetuosa de la novela homónima de la madrileña Rosa Montero —La hija del caníbal, La loca de la casa y La historia del rey transparente, títulos representativos de la mencionada periodista, se han llevado también a los escenarios con éxito—, que va más allá de un drama familiar: es un estudio delicado de los resquicios de la memoria, los vínculos que no se terminan de romper, y el modo en que el pasado se filtra, de manera inevitable, en el presente.

En este sentido, el guion —coescrito entre Gracia Querejeta y la polifacética actriz y bailarina María Ruiz— es una de las grandes bazas del filme. Preciso, afilado y contenido, está muy equilibrado: sabe cuándo callar y cuándo dejar que los personajes se expliquen, especialmente a través del lenguaje del rostro. Es más, no hay una línea de diálogo que no sume al retrato psicológico de sus protagonistas, ni una escena que no esté al servicio de la tensión que impulsa la aventura.
Y en mitad de todo ello, La buena suerte subraya la idea de la figura del padre ausente, y cómo su sombra se proyecta, de distintas formas, en cada miembro de la familia. Querejeta aborda este tema con una sensibilidad que se escapa de los lugares comunes: no se trata tanto de juzgar, sino de entender.

La cámara —siempre sirve una mirada contenida, casi pudorosa— acompaña a los personajes, los observa y los comprende, sin que esa cercanía invada a alguien o algo. De hecho, esa distancia es uno de los sellos distintivos de la directora, puesto que es poseedora de una capacidad innata para crear fuertes emociones sin recurrir a sentimentalismos baratos o clichés.
Además, el reparto de La buena suerte es impecable. Eva Ugarte (Regina) entrega quizá el trabajo más firme de su carrera hasta la fecha. Su personaje, una mujer atrapada entre el resentimiento, la necesidad de cerrar heridas y una inesperada empatía hacia quien la abandonó, está construido con una complejidad que Ugarte desmenuza a través de un gran trabajo.

Miguel Rellán (Felipe), por su parte, encarna a un vecino irónico y cascarrabias en silla de ruedas. Su trabajo con Querejeta —una directora que sabe sacar lo mejor de sus actores— da como resultado un retrato entrañable y doloroso a partes iguales.
Megan Montaner (Raluca) aporta a la historia una energía distinta. Su personaje posee más iniciativa que el resto y ello facilita que su personalidad entre en contraste con la de Pablo. De esta manera, favorece que su mirada refuerce la dimensión coral del relato.

En el caso de Hugo Silva (Pablo), esta vez el actor se pone en la piel de un hombre flemático, introspectivo, con retales de hieratismo, se aleja de los registros habituales en su carrera. Aun así, Silva realiza un buen trabajo, elegante y eficaz, y se convierte en una pieza clave dentro de la red de interesantes vínculos que articula la película.
En cuanto a la dirección de actores, Querejeta sabe de sobra cómo crear atmósferas densas y naturales sin acudir a la grandilocuencia. Es más, cada escena parece estar medida al milímetro. Tal vez por ello la autenticidad sea el gran don de esta cinta.
Vistos los mimbres podemos concluir que La buena suerte es una película que no termina tras salir de la sala de cine. Es de esas historias que nos dejan reflexionando, que calan dentro de nosotros. Tampoco busca respuestas fáciles. ¿Cómo así cuando están en juego las cicatrices familiares, donde la ausencia —en términos generales— domina al thriller?
Gracia Querejeta recuerda que su cine sigue siendo necesario: por su humanidad, por su rigor y por su habitual capacidad de conquistar las emociones del respetable sin artificios. Estamos, sin duda, ante una de las grandes y mejores películas del cine español reciente.