Existió un actor fuera de lo común, mucho más que un cómico, un actor capar de interpretar papeles de comedia y de drama, como pocos lo han hecho (salvo Jack Lemmon o el gran Chaplin, mitos del cine). Se llamaba Robin Williams y se suicidó en 2014, debido a una enfermedad neurológica que había mermado sus facultades, apenas recordaba bien los diálogos de sus películas, al hablar se confundía. La enfermedad de los cuerpos de Lewy le afectó a Williams con tan solo sesenta y tres años, lo que le llevó a esa decisión dramática de quitarse la vida.
Pocos actores tan generosos, como Robin: ayudó a su gran amigo Christopher Reeve en sus momentos más duros, y a mucha gente. Era de los hombres buenos que han existido alguna vez en la tierra. Me recuerda al Paul Newman que ayudaba con los ingresos de sus películas a asociaciones benéficas o a un ángel del cine, la maravillosa Audrey Hepburn.
Es cierto que el alcohol y otros estupefacientes pudieron pasarle factura, en una época en que muchos cayeron en ello; solo hay que recordar la desgraciada muerte del gran John Belushi, amigo de Robin.
Como actor fue inolvidable en El club de los poetas muertos, en uno de los mejores papeles de la historia del cine, el del profesor Keating. Desgraciadamente, un profesor como él, que enseña a sus alumnos la humanidad está mal visto por el sistema burocrático y por lo políticamente correcto. Tanto es así que pide a sus alumnos que rompan las páginas de un viejo manual y les enseña las fotos de un grupo de alumnos muertos, que crearon un club de poetas, lo que lleva a que algunos de sus alumnos reciten y se dejen de llevar por la magia de este enorme y gran profesor. Su interpretación es una joya, e incita a unos de ellos a ser actor, cuando su padre, un hombre autoritario lo rechaza y frustrará un futuro maravilloso para el chico. El profesor Keating será expulsado, porque nadie quiere alguien tan verdadero en las aulas, tan independiente y tan magistral.
Pero el diálogo de El indomable Will Hunting, donde Williams le dice a Matt Damon lo hermoso que es ver la vida desde el arte, ha quedado en nuestro recuerdo para siempre. Robin estuvo sublime, lo estuvo también en Despertares, como el doctor que logra despertar a De Niro de su enfermedad. Robin Williams estaba genial en el drama y en la comedia, logrando que sus personajes se quedaran para siempre entre nosotros.
La señora Doubtfire (otro grande como Lemmon y Hoffman que se viste de mujer), Jack (hilarante como el adulto que asiste a las clases de los niños, sentado en el aula) y otras, demostraron lo buen cómico que era, pero en Good morning, Vietnam estuvo magnífico. Tenía una gestualidad, una capacidad interpretativa inmensa. En Hook también demostró su gran calidad como actor.
Era tan grande que dejaba su sello en sus películas, como le pasó a Lemmon, capaz de crear ante nosotros una empatía difícilmente comparable. En los últimos tiempos, tuvo un papel secundario en Noche en el museo. Precisamente, en el rodaje de una secuela de esta es cuando el actor empezó a sufrir la demencia de Lewy. Él, que había ayudado a tantos, debió sentirse solo, aunque estaba casado y contaría con el apoyo de su mujer e hijos. Pero la enfermedad le dejó tan mermado, que no lo pudo soportar.
Un final dramático para un actor nacido el 21 de julio de 1951 y que nos dejó en agosto de 2014 (otro día 21). Yo nací un 21 de julio, diecisiete años después, y nunca olvidaba que este gran actor cumplía años también (igual que el gran Norman Jewison).
Podría haber interpretado muchos más personajes, incluso hizo de escritor psicópata en Insomnia, con Al Pacino de policía, en una confrontación magnífica entre dos grandes del cine. Pero todo quedó en ese triste día. Robin estará diciendo a sus alumnos que rompan el pesado libro de texto y que se dejen de llevar por la magia de las palabras, por la humanidad de los grandes, de los que enseñan más allá de las materias, sobre lo más importante: el amor por la vida.