diciembre de 2024 - VIII Año

ALGARABÍAS / Chatterton

Construcción de la Torre de Babel

Arthur Rimbaud, prototipo de poeta adolescente, dejó de escribir a los veinte años. Thomas Chatterton (1752-1770) dejó de escribir, y de vivir, cuando tenía diecisiete. Parece increíble que ese tiempo le bastara para dejar huella en la historia de la poesía inglesa, pero así es. Le prodigaron su admiración y sus homenajes Wordsworth, Coleridge, Shelley y Keats, entre otros. Pintó su cadáver tristísimo y prematuro el prerrafaelita Henry Wallis; otro prerrafaelita, Dante Gabriel Rossetti, lo consideraba uno de sus poetas preferidos.

Hijo póstumo de un sacristán, se crio en Bristol, junto a la iglesia gótica de St. Mary Redcliffe, en circunstancias bastante precarias. Empezó a escribir a muy temprana edad. Y a una edad muy temprana, también, entró en un juego ambiguo muy del gusto de la época: la invención de otros poetas, que hoy, siguiendo a Pessoa, denominaríamos heterónimos, pero que entonces, como ocurrió con el famoso Ossian de McPherson (una de las grandes y más maravillosas imposturas literarias de todos los tiempos), al ser presentados como autores que habían tenido existencia real, eran considerados sencillamente fraudes.

El principal heterónimo, máscara o persona de Thomas Chatterton fue un imaginario monje del siglo XV, Thomas Rowley. Han dicho algunos psicoanalistas que Rowley venía a llenar el hueco que en la vida de Chatterton había dejado el padre, a quien nunca llegó a conocer. El idioma poético de Rowley es el resultado de la investigación libresca de Chatterton, quien desde muy joven se había familiarizado con los antiguos manuscritos custodiados en la iglesia de St. Mary Redcliffe. Véase, por ejemplo, el inicio de uno de sus poemas más conocidos, «Elinoure and Juga»:

Onne Ruddeborne bank twa pynynge Maydens sate,
Theire teares faste dryppeynge to the waterre cleere;
Echone bementynge for her absente mate.
Who atte Seyncte Albonns shouke the morthynge speare.
The nottebrowne Elinoure to Juga fayre
Dydde speke acroole, wythe languishment of eyne…

Lo traduzco, con ímprobo esfuerzo, y dudosa fiabilidad:

A orillas del Rudborne estaban sentadas dos damas de luto, / vertiendo rápidas lágrimas en el agua clara, / cada una de ellas lamentándose por su ausente compañero / que en Seyncte Albonns blande su mortífera lanza. / La castaña Elinoure a la rubia Juga / habló levemente, con ojos apenados…

Es un auténtico galimatías para quien solo cuente, como yo, con un conocimiento somero del inglés moderno. Quien sepa más podrá determinar si la reconstrucción que Chatterton hace del inglés medieval es o no atinada: de lo que sí podemos estar seguros es de que fue creído en su época, al menos durante un tiempo. Con la excusa de sacar a la luz los textos de este ignoto monje medieval, el adolescente fue hallando ricos patrocinadores (que, aunque ricos, eran a menudo avaros con él) e iba malviviendo con lo que le pagaban. A veces, por una mínima precaución, le pedían a Chatterton que les enseñase el manuscrito original de donde había copiado los versos: con la ayuda de un amigo, el poeta falsificó un estupendo pergamino que disipó las dudas de los suspicaces.

Hasta que intentó colársela a Horace Walpole, el perspicaz autor de El castillo de Otranto, quien descubrió el engaño: a partir de entonces, dejaron de encontrarse nuevos manuscritos del misterioso monje.

‘La muerte de Chatterton’ por Henry Wallis, 1856. Tate Britain de Londres

Chatterton probó entonces una nueva forma de ganarse la vida. Se dedicó a escribir textos satíricos que, si bien le granjearon numerosas enemistades, no consiguieron sacarlo de la pobreza. Sus amigos lo ayudaron económicamente para que se trasladara a Londres, donde, pensaban ellos, mejor podría alcanzar la fama que su genio merecía. Esto ocurrió en abril de 1770. Trabajaba de forma incansable, escribiendo en verso y en prosa, pero apenas lograba lo necesario para sobrevivir. Si en alguna ocasión el poeta de diecisiete años recibía ingresos extraordinarios, los gastaba en enviar regalos a su madre. En cuanto a él, pasaba un hambre atroz. Estaba tan débil que en una ocasión cayó en una fosa mientras paseaba por el cementerio de St. Pancras y consiguió a duras penas salir de ella. La muerte ya lo estaba rondando.

Tres días después, el 24 de agosto de 1770, moría, en su buhardilla de Brooke Street, por envenenamiento con arsénico. Probablemente fue una decisión premeditada: abandonar de una vez el mundo que con tanta crueldad lo estaba tratando. Otros autores creen que la muerte pudo haber sido accidental, ya que por entonces el arsénico, en pequeñas dosis, se usaba como tratamiento contra la sífilis. Esta opinión sustenta, por ejemplo, el escritor Peter Ackroyd, autor de una novela sobre el poeta, Chatterton (1987), que es a la vez una agudísima reflexión sobre nuestros conceptos de originalidad y de plagio.

En 1856, más de ochenta años después de la muerte del poeta-niño, Henry Wallis pintó el cadáver de Chatterton, tal y como se supone que fue encontrado. Se conservan tres obras de Wallis que representan esta escena: la principal se encuentra en Londres, en la Tate Britain, pero hay dos copias más pequeñas, una en Birmingham y la otra en Yale.

La muerte de Chatterton se pintó en una buhardilla muy cercana, y muy similar, a aquella en que el poeta había dejado de existir. A través de la ventana abierta al fondo del lienzo puede divisarse la silueta difusa de la Catedral de San Pablo. Sobre el jergón, en primer plano, el cadáver desmadejado de Chatterton, para el que hizo de modelo otro poeta, George Meredith, amigo del artista. (Se da la circunstancia, además, de que muy poco después de la realización de este cuadro, la esposa de Meredith, Mary Ellen, abandonaría a su marido para iniciar una relación con el pintor).

El cuadro se expuso por primera vez junto con estos versos del Fausto de Marlowe:

Cut is the branch that might have grown full straight,
And burned is Apollo’s laurel-bough,

es decir,

Cortada está la rama que podría haber crecido recta, / y quemada está la rama de laurel de Apolo.

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