octubre de 2024 - VIII Año

Baltasar Gracián, el Barroco y el final de la Escuela Española

Baltasar Gracián

Si el pensamiento político del Renacimiento alcanzó su primer gran momento a comienzos del siglo XVI, con Maquiavelo (1469-1527), Baltasar Gracián (1601-1658) significó, en el Barroco, el final definitivo del renacentismo político. Ambos tuvieron mucho en común, como la erudición y la calidad literaria y, sobre todo, su común admiración por el genuino Gran Príncipe renacentista y modelo de gobernantes, Fernando el Católico de España. Sin embargo, sus respectivos pensamientos son, más que antagónicos o antitéticos, totalmente dispares. Maquiavelo se dirige al Príncipe, le orienta en el conocimiento de los arcanos del poder y del Estado, y le muestra cómo usarlo en su provecho. Por el contrario, Gracián se dirige al súbdito y le orienta para que pueda protegerse del poder y del Estado, y para mostrarle los modos de librarse de sus abusos. Principio y final de un tiempo esencial para nuestro mundo actual, pues significó el paso efectivo desde el pasado medieval, centrado en Dios, a un mundo centrado en el hombre, como lo es el mundo moderno.

No es el caso de Baltasar Gracián el de un autor “olvidado”, al menos fuera de España. En Alemania hay hasta páginas web dedicadas a Gracián, y también es muy estudiado en Francia y algo menos en Inglaterra. Gracián, escritor de gran talento literario, protagonizó el poster esplendor de gran la cultura española del Renacimiento. Fue el último destello fulgurante de la gran tradición cultural española de los siglos anteriores, justo cuando esa tradición cultural se acercaba a su apagamiento y extinción definitivas, en la segunda mitad del siglo XVII. Gracián fue el último autor clásico de pensamiento español, que volvió a alcanzar una enorme influencia en todo el mundo, en la línea de preminencia ostentada por los autores de la Escuela Española desde principios del siglo XVI. Una tradición cultural iniciada con la Escuela de Traductores de Toledo (siglo XIII), que llegó a deslumbrar en el Renacimiento y que pereció consunta, hechizada y casi sin dejar sucesión directa, a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, casi como le ocurrió a la dinastía (Trastamara-Habsburgo) bajo la que había florecido.

Sin embargo, entre nosotros, da la impresión de que Baltasar Gracián está condenado. Pero su condena ha sido más de destierro (de las aulas, desde luego), que al olvido, como les ha sucedido a otros. Porque olvidarle es misión casi imposible, pues sus textos fueron ampliamente citados, comentados y utilizados por La Rochefoucauld (1613-1680), Voltaire (1694-1778), Schopenhauer (1788-1860), o Nietzsche (1844-1900), entre otros. Aunque claro, con sus credenciales personales, Gracián (católico y jesuita), no ha conseguido ser muy estimado en España en los dos últimos siglos. Y, por si fuera poco, muchos sólo han querido ver en Gracián únicamente su faceta literaria de escritor genial, que lo fue.

Fernando el Católico

La voz “Barroco”, según Abagnano, quizá proceda de “baroco”, palabra mnemotécnica usada por los escolásticos para referirse a uno de los modos silogísticos, de características muy peculiares. Se aplicó, a partir del siglo XVIII, para referirse al arte y al espíritu del siglo XVII. No se utiliza en países como Francia, Inglaterra o Alemania, más que para el arte. En España, el gran país del Renacimiento (junto a Italia) y del Barroco, momento cumbre de las letras y las artes hispanas, es inevitable referirse a él. El Barroco, final del Renacimiento, es un final que continúa con la impronta del lenguaje humanista y la preocupación medular por el hombre. Sobre todo, expresó “desazón” y “miedo” de los hombres del siglo XVII, ante la ausencia de fundamentos sólidos y reales que dieran sentido al mundo. Para Maravall, el Barroco, como concepto de época, alcanzó a todas las manifestaciones culturales, pese a haber nacido sólo como un estilo artístico. Pero fue un estilo propio, si bien basado en el renacentismo. Para Hannah Arendt, el Barroco en la filosofía, y especialmente en la filosofía política, significó el momento en que se cerró la brecha entre la tradición medieval (pasado aún muy presente en el Renacimiento), y la efectiva apertura de la modernidad (el futuro). El Barroco fue la muerte efectiva de la vieja mentalidad teocéntrica medieval, y el nacimiento del antropocentrismo propio de la mentalidad moderna. El Renacimiento la anticipó y el Barroco la efectuó.

El Barroco, al culminar el Renacimiento, constituye un momento de percepción general y de consciencia de la quiebra de la tradición religiosa cristiana medieval y su ideal de un sentido trascendente de la vida. Pero, a diferencia del Renacimiento, el Barroco tuvo plena conciencia de la caída del mundo finito medieval, fundado en la realidad infinita de Dios. Gracias a dicha conciencia –o autoconciencia– fue posible la aparición de la moderna concepción de la vida, de carácter natural e inmanente, bajo el impulso de la revolución antropológica y científica renacentistas. Con el Barroco, el hombre europeo se encontró, de golpe, inserto en el naciente mundo infinito moderno. Un mundo que, cerrado sobre sí, expulsó de él toda trascendencia teológica. Y significó un paso decisivo en la historia del pensamiento.

Los franceses han denominado a ese tiempo la “Época Clásica” de su cultura nacional, que coincide con el denominado siglo de Luis XIV (1638-1715). Pero eluden utilizar la palabra “Barroco” fuera de lo estrictamente artístico. Para Francia es el siglo de Descartes (1596-1650), o del Marqués de la Rochefoucauld (1613-1680) … Y en Inglaterra fue la época de Locke (1632-1704), como en Holanda fue el tiempo de Spinoza (1632-1677) y en Alemania fue el de Leibniz (1646-1716). Todos ellos fueron hombres del Barroco, coetáneos de Calderón de la Barca (1600-1681), de Quevedo (1580-1645) y del mismo Gracián. Sabemos que todos ellos leyeron las obras de Gracián, pues fue éste un autor de mucho éxito que aún se edita y vende hoy, pero no está claro que Gracián llegase a leer apenas a alguno de ellos. Como dice el profesor Abellán, en su Historia del Pensamiento Español, la cultura del Barroco representó el paso definitivo a la modernidad. Un paso largamente elaborado durante el Renacimiento. Y eso incluso en España, pese a la salvedad indicada por Abellán de que, en nuestro país, el Barroco coincidió con la gran crisis de la Monarquía Hispana, durante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Fue también el tiempo en que la cultura española dominó Europa.

Mas, ¿cómo acercarse a Gracián?, ¿cómo considerarle y cómo encuadrarle? En este punto se acumulan las preguntas y las respuestas requerirían muchas más páginas de las disponibles en este artículo. Porque ¿qué fue el Barroco, una culminación o un final?, ¿fue un tiempo de decadencia del renacentismo precedente?, ¿fue el Barroco la expresión cultural de la denominada Contra-reforma católica, de Trento y de su triunfo?, ¿es equiparable el Barroco español con los de otros países? Y respecto a Gracián, ¿fue algo más que un brillante literato?, ¿fue sólo el gran maestro del conceptismo?, ¿fue epicúreo o fue estoico Gracián?

A la obra de Gracián, muy amplia, hay que aproximarse con precaución. Su novela El Criticón, una de sus últimas obras, fue la que le dio mayor fama y proyección en Europa. Pero no se puede reducir a Gracián a su texto de más éxito, El Criticón, que no es la más representativa ni la más profunda de sus obras. Es, sí, la más leída y se sigue leyendo hoy pues, junto a El Quijote de Cervantes, El Buscón de Quevedo y El Lazarillo de Tormes de Hurtado de Mendoza (1504-1575), es una de las grandes novelas españolas clásicas. En El Criticón brilló el talento literario que poseía Gracián, pero, aunque esté llena de hondos pensamientos, no es una obra de pensamiento. La potencia intelectual y estilística de El Criticón se proyectó con fuerza en sus emuladores, y muy especialmente Voltaire (1694-1778), en su Cándido, novela inspirada y algo más en El Criticón. Pero para conocer el pensamiento de Gracián hay que abordar sus otras obras, como El Oráculo, o como El Discreto y como El Héroe, sin olvidar su El Político (Fernando el Católico), obra sobre quien fuera indiscutiblemente el gran monarca del Renacimiento.

Los autores del Barroco citados antes, españoles y extranjeros, y desde luego Gracián, se habían educado con los maestros de la Escuela Española, fundamentalmente con las Disputationes Metaphisicae de Suárez (1548-1617). Y hay un rastro de “erasmismo” en varios de ellos, como Descartes, Spinoza, Leibniz y Locke, recibido de Suárez. Con los autores españoles citados, no sucede igual, pues si bien en Cervantes y Quevedo se puede apreciar ese influjo “erasmista”, no sucede igual con Gracián, o con Calderón. Y eso que, siendo Gracián jesuita y profundamente católico, es imposible que no hubiese leído, o mejor dicho, estudiado, la obra de Suárez, uno de los grandes teólogos del Concilio de Trento y también jesuita. Pero, pese a su coincidencia en las bases y en los planteamientos, las trayectorias de todos estos autores fueron muy diversas. Y es que el Barroco fue una época de encrucijada ante varios interrogantes: ¿Mantenerse en un pensamiento de la finitud?, ¿buscar nuevas certezas? Las ambigüedades del Barroco están incrustadas entre el comienzo de la modernidad que conocemos y la posibilidad de alternativas a esa modernidad. Suárez optó por las segundas al inaugurar con sus Disputationes Metapfisicae una lectura ontológica del ser, que rebasaba la vieja metafísica, a la que integraba, y esbozaba una concepción abierta del mundo. Y eso sin renunciar a la vieja filosofía, a la que había renovado.

Baltasar Gracián fue un pensador muy singular. Y, aunque son evidentes los lazos que lo unen a todos sus contemporáneos, él fue profundamente original. Nunca se dejó llevar por las modas, especialmente las literarias. Fue conceptista siempre. Incuestionablemente católico y siempre lejos de los extremos, se situó entre el misticismo arrebatado de los grandes místicos españoles (Santa Teresa, San Juan de la Cruz), y la “picaresca” que triunfaba en la novelística española y, por tanto, en la universal (el francés Lesage, 1668-1747, se inspiró, y algo más, en Quevedo, para su afamado Gil Blas de Santillana). Si habló de la virtud, lo hizo casi como un filósofo pagano. Su concepción de la virtud, netamente aristotélica, le llevó a aconsejar siempre evitar los extremos. Gracián descifra la vida del hombre, con paciencia y perspicacia en la observación, y con lógica y consecuencia en sus deducciones. No se dedicó a las controversias teológicas, tan propias de la época, ni a las grandes definiciones filosóficas o políticas.

Su negativo y puramente barroco concepto del hombre y de la vida es muy realista: la noción fundamental para comprenderlo es el desengaño. Todas las cosas se nos presentan bajo una apariencia, habitualmente engañosa, que esconde una realidad oculta a desentrañar. También por eso la vida es padecimiento y error. Pese a que se atribuye a Gracián haber sido un neo-estoico, su preocupación por los nunca pequeños problemas de la vida cotidiana y su aversión a todo exceso, tiene una base indudablemente epicúrea. En su obra El Oráculo, dice que “No hay más dicha ni más desdicha que prudencia e imprudencia” y que “Todo lo demasiado es vicioso”. Expresiones que recuerdan mucho el “nada en demasía” de Epicuro.

Tampoco está exento de socratismo, especialmente del “conócete a ti mismo”, cuando escribe en esa misma obra que nunca debemos apresurarnos, ni apasionarnos, y que hay que saber atemperarse. El pensamiento de Gracián es de orden práctico, orientación para la vida cotidiana, sin pretensiones teológicas, filosóficas o políticas, ante las que siente una profunda decepción. En el pensamiento de Gracián, el asunto central no es ganar el cielo, sino sobrevivir del mejor modo posible en este mundo encanallado, intentando evitar desdichas e infortunios. Su finalidad no es espiritual o religiosa, sino profana: de este mundo y para este mundo.

Sobre el pesimismo de Gracián se ha hablado mucho. La alta consideración en que lo tenía Schopenhauer ayudó a que se le atribuyese un pesimismo que, en caso de existir, debería ser convenientemente matizado. Gracián, si me permiten la humorada, más que un pesimista, es un optimista, pero bien informado. Bien informado, sobre todo, de la naturaleza y de la condición humanas. En este sentido, reflexiones como que “en el mundo se recompensa el vicio y se proscribe la virtud,” o sobre cómo “la verdad se transforma en mentira”, no son exclusivas de Gracián, pues se encuentran igualmente en Quevedo o Calderón, y responden al espíritu del siglo, algo sombrío. Pero no se adecua a la realidad el caracterizarlo como autor de lamentos y duelos, al modo de los grandes pesimistas, como el británico Lord Byron (1788- 1824), o el alemán Schopenhauer (1788-1860). La melancolía y el desengaño son rasgos del pensamiento de Gracián, que le llevan a situarse en el límite inmanente, en el punto medio virtuoso, entre nihilismo (recessus) y trascendencia (excesus).

No es posible, pues, compartir íntegramente el juicio del Profesor Abellán, que sostiene que la obra de Gracián está marcada por la amargura y el pesimismo. Por la amargura, sin duda. Gracián padeció desgarramientos personales y vivió la crisis de la Monarquía Española de 1640, con la derrota de España en la Paz de Westfalia (1648), que puso fin a la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Como toda España, Gracián nunca entendió cómo fue posible la derrota española, en una contienda religiosa en la que los vencidos habían sido los protestantes. La traición de Francia y de Austria a España, en la fase final de aquella guerra, sigue sin ser, ni bien conocida, ni bien comprendida en España. Y produjo grandes decepciones y desengaños en los españoles de entonces. Sin embargo, Abellán no está acertado al calificarlo de “pesimista”. El tratamiento dado a Gracián en la Historia del Pensamiento Español de Abellán, se limita a considerarle casi exclusivamente en el plano literario, junto a Cervantes, Calderón y Quevedo. Y, así, limita a Gracián a ser casi únicamente el estilista supremo del conceptismo.

Sin embargo, acierta Abellán al apuntar que, en la obra de Gracián, late una permanente tentación, una tendencia al nihilismo, que tan importante ha sido en el siglo XX europeo. La aniquilación por el Renacimiento del marco intelectual y moral tradicionales, condujo a la formulación del nihilismo entendido, con Popper, como el desprecio y la disolución de todos los valores humanos. Gracián se salvó de esa tentación, pero no apelando a la fe católica ni al cristianismo. Lo hizo apelando a un concepto de directa inspiración pagano-renacentista de “el hombre que se hace a sí mismo”. Una inspiración pagana que recuerda a Maquiavelo, que propuso el restablecimiento de la religión greco-latina clásica de los Dioses Olímpicos. Inspiración compartida que nos muestra como el Barroco fue continuación del Renacimiento y sus valores. La tendencia nihilista que subyace a su obra, de modo claro y perceptible, ha hecho de Gracián un precedente del gran pensador del “nihilismo” del siglo XIX, Nietzsche. Y hasta del existencialismo de Heidegger y de Sartre. Y, también permite que se le haya hecho figurar como precursor de la llamada “filosofía de la posmodernidad”, teorizada desde finales del siglo XX por autores como el italiano Vattimo (nacido en 1936).

Baltasar Gracián

La filosofía de Suárez, la renovación escolástica, conformó la respuesta articulada, desde el saber y el conocimiento, al clima general de vacío existencial del siglo XVII. Su filosofía había constituido también una respuesta al nihilismo surgido de la quiebra definitiva de los valores del mundo medieval. Pero el que fuese una gran respuesta, no significó que pudiera impedir el desarrollo del nihilismo. Un desarrollo que se vio fomentado por y desde las nuevas Iglesias Reformadas de los protestantes. Porque el protestantismo, no se engañe nadie, no fue tanto un intento (fallido) de recuperar la pureza original del cristianismo, como la plena “secularización” de la religión, que se puso descaradamente al servicio de los príncipes protestantes. Para las iglesias reformadas, el Príncipe era a la vez, Rey y Papa. Y así sucede todavía hoy en las luteranas Dinamarca, Suecia y Noruega, en la anglicana Inglaterra o en la calvinista Holanda, aunque muy atenuado hoy en día, claro. Y eso, pese a las loas de Hegel a las glorias de la Reforma luterana, contenidas en sus Lecciones de Filosofía de la Historia.

Gracián, al igual que Suárez, puesto ante la encrucijada de optar entre mantenerse en un pensamiento de la finitud, o bien buscar nuevas certezas, también exploró esta última vía. Pero, a diferencia de Suárez, Gracián terminó por replegarse finalmente en una filosofía moral de la vida cotidiana, nacida del desengaño ante el mundo en que le tocó vivir. Como apunta Foucault, el Barroco fue sobre todo una actitud ante un mundo que devino inmundo (las guerras de religión). Su nihilismo brotó del desengaño ante los desastres que habían traído a Europa los grandes ideales y las grandes promesas de Reformadores religiosos, Reyes, Sabios y Papas del Renacimiento. Parte del gran éxito literario de Gracián está precisamente ahí.

La Escuela Española también se extinguió en ese siglo y Suárez no tuvo sucesores. A cambio, derivado de la renovación renacentista de la filosofía tradicional, anticipada por Luis Vives y efectuada por Suárez, fue posible intentar abrir nuevas vías a la Filosofía, tras el punto de plenitud de la tradición filosófica alcanzado por las Disputaciones Metaphisicae. De ese modo, durante el siglo XVII, aparecerían el Racionalismo Cartesiano (francés), el Racionalismo anticartesiano (Spinoza) y el Racionalismo Alemán (Leibniz) que derivaría en idealismo. Y en Inglaterra se consolidó el empirismo (Locke) iniciado por Bacon. Nuevas escuelas filosóficas que, a finales del siglo XVIII, también se hundirían tras la impugnación de la metafísica efectuada por Kant (1724-1804) en su Crítica de la Razón Pura. La crisis final de la metafísica ha abierto paso, en los dos últimos siglos, a un cada vez más acentuado “nihilismo”. Un nihilismo que se fue apoderando de la filosofía, desde Schopenhauer y Nietzsche, hasta llegar al hundimiento del pensamiento efectuado por el existencialismo y la filosofía “post-moderna”, ya en el siglo XX. En España, el resultado de la obra de Suárez y del fin de la Escuela Española, condujo a un profundo nihilismo, moderado por las profundas creencias religiosas, en la estela de un Gracián que, si bien no llegó a incurrir nunca en él, lo bordeó y no dejó de “coquetear” con él.

El influjo de Gracián en el pensamiento europeo ha sido constante y perceptible ya en su propio tiempo. En el mismo siglo XVII, La Rochefoucauld se inspiró (y bastante más que eso) para componer sus famosos aforismos. Y muchos de los escritores y pensadores que se han expresado mediante aforismos, han sido lectores avezados de la obra de Gracián. En el siglo XVIII, Voltaire, gran conocedor de la obra de Gracián, se inspiró (y mucho) en El Criticón para componer su novela Cándido, como antes se indicó. Schopenhauer, entusiasta de la obra de Gracián, lo tradujo al alemán, con gran éxito. Y Nietzsche, que conoció la obra de Gracián a través de su maestro Schopenhauer, también se inspiró en el aragonés para la composición de muchos de sus afamados aforismos.

En fin y, para terminar, solamente recordar que, lo único verdaderamente lamentable del caso de este gran autor español, es el escaso aprecio que actualmente tiene Baltasar Gracián en su patria.

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