abril de 2024 - VIII Año

Kant en su trescientos aniversario (1724-2024)

En este año se cumple el 300 aniversario del nacimiento de Kant, en 1724. Un filósofo que goza de fama, prestigio y es muy citado. No es para menos, pues su pensamiento, denominado idealismo trascendental, aunque nunca fue más que una ilusión momentánea, significo un hito igualmente trascendente en la historia de la filosofía, aunque no haya dejado una herencia posterior destacable en las diversas derivaciones del pensamiento de los siglos XIX y XX.

Kant (1724-1804) puso fin al extravío racionalista denominado “giro copernicano” de la filosofía moderna, iniciado por Descartes (1596-1650), que aprisionó al pensamiento en el laberinto del subjetivismo. Frente al realismo de la metafísica de Suárez (1548-1617), racionalista, objetivista y realista, Descartes dio un giro consistente en negar o dudar de la existencia de la realidad externa -el objeto-, buscando en el sujeto el único fundamento válido e indubitable de la realidad, del ser y del mundo. El racionalismo idealista y su correlato empirista británico, siguieron caminos sólo aparentemente distintos, pues coincidían en apostar por el subjetivismo más radical. Intentando escapar del realismo de Suárez, la filosofía tomó “nuevos” caminos que solo fueron sendas perdidas, pues no la llevaron a ninguna parte.

Lo que Kant definió como “juicios sintéticos a priori”, eran posibles en su sistema gracias a la acción de esas estructuras cuasi biológicas del hombre que él denominó formas a priori de la sensibilidad externa (espacio y tiempo) y formas a priori del entendimiento (las categorías kantianas: unidad, pluralidad, causalidad, sustancia, existencia etc.). Estructuras que no son para Kant aspectos de la realidad objetiva, exterior al sujeto, sino instrumentos del espíritu humano para captar y aprehender la realidad que le rodea, es decir, condiciones del conocimiento, modos de acercarse a la realidad. Para Kant, no es posible hablar de “mundo” o de “la cosas en sí” (los objetos tal como sean en sí mismos, aparte de sus impresiones en los sentidos). De modo que “la cosa en sí” (noúmeno) es inaccesible para el sujeto. El conocimiento humano para Kant sería pues, por definición, solo un conocimiento de los “fenómenos” (objetos captados al impresionar las facultades cognoscitivas).

Kant, en la Crítica de la razón pura, destruyó las bases mismas de la metafísica, pues sólo es posible conocer cosas dentro de los límites de la experiencia sensible y de la intervención condicionante e interpretativa de las formas a priori. Carece de sentido el yo o el alma: sólo hay experiencias, no un fundamento metafísico que las sostenga. Y tampoco lo tiene hablar del universo, pues la totalidad de los objetos no es un objeto del que haya apenas experiencia. Y tampoco tiene sentido Dios, totalidad de las totalidades y fundamento del yo y del universo. Además, a diferencia del yo y del universo, Dios no es siquiera objeto de experiencia sensible. Al intentar pensar la totalidad, la razón queda aprisionada en las cuatro “antinomias de la razón pura” de Kant.

Sin embargo, tras haber aniquilado racionalmente, desde la teoría del conocimiento, las bases de la metafísica del idealismo racionalista, en la Crítica de la razón pura Kant, construyó de facto otra metafísica desde su filosofía moral, en la Crítica de la razón práctica. Una parte ésta del sistema kantiano, la filosofía moral, que suele verse relegada, pese a su alto interés, por la preferencia de los pensadores posteriores a favor de la Crítica de la razón pura, en la que Kant había dejado agonizantes las ideas del alma, del universo y de Dios. Aniquilada la metafísica desde la perspectiva cognoscitiva, la reconstrucción de la metafísica kantiana se hizo desde el deber moral y la esperanza. La libertad humana puede no ser teóricamente demostrable, pero es cierta en la práctica, pues la ética kantiana se basa en la libertad y refuerza la idea de libertad.

Si el hombre no fuese libre, no existiría el sujeto moral, pues el determinismo exculpa de responsabilidad al hombre de todos sus actos. Y así, el yo, declarado incognoscible por la razón pura, fue rehabilitado en la razón práctica y hasta declarado inmortal: se hace necesaria una vida tras la muerte para poder alcanzar una perfección moral casi imposible de conseguir en esta vida. Así pues, el bien supremo sólo es posible bajo el supuesto de la inmortalidad del alma; por consiguiente, ésta, en cuanto vinculada inseparablemente con la ley moral, es uno de los postulados básicos de la razón práctica.

Igual le sucederá con la idea de Dios, declarada inalcanzable y llena de contradicciones en la razón pura, se recobra en la razón práctica como condición básica para la posibilidad del “bien”, es decir, en la conciliación que cree haber logrado Kant en la aparente incompatibilidad entre moralidad y felicidad. Y, pese a las deletéreas conclusiones alcanzadas por la razón pura, termina siendo moralmente necesario aceptar la existencia de Dios en la razón práctica. Al final, Kant se encontró en la paradoja de postular en la razón práctica un Dios que la razón pura había cuestionado del todo. Cambio final que le retrotrajo a los presupuestos de la Escuela Española Clásica (Suárez), al proponer en la razón práctica una nueva metafísica fundamentada en la ética, en lugar de derivar la ética de la metafísica.

Kant significó el momento culminante, pero final, del “giro copernicano” de Descartes contra los teóricos de la Escuela Española (o Escuela de Salamanca). Frente al objetivismo realista propio del realismo de Suarez en sus Disputationes Metaphicae, el racionalismo cartesiano y sus desarrollos fundamentaron un racionalismo subjetivista e idealista que sería rechazado en la razón pura, al igual que se rechazó ahí el empirismo británico: el racionalismo por “dogmático” y el empirismo por “escéptico”. En la razón práctica, Kant clarificó su conclusión final sobre la deriva adoptada del idealismo racionalista, desde Descartes: un camino equivocado que no condujo a ninguna parte, como Kant certificó. Y con ello lanzó una última advertencia importante, pero inútil, pues la versión de Kant que prevalecería sería la de la razón pura.

En su desarrollo posterior, la filosofía no siguió esa última advertencia de Kant. A su malogrado idealismo trascendental, le sucedió primero el idealismo arrebatado de Fichte y de Schelling, que culminaría en el idealismo absoluto de Hegel y al que seguiría la crítica de Nietzsche. La filosofía idealista moderna, de raíces racionalistas y subjetivistas, implosionaría poco a poco durante los siglos XIX y XX. Paralelamente al despliegue del idealismo alemán, se desarrollaría el positivismo, en Francia con Comte y con Bentham en el mundo anglosajón. El positivismo recibiría un gran impulso de la mano de la filosofía analítica, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, en los que también surgieron filosofías neokantianas, que tampoco prosperaron.

El racionalismo idealista y subjetivista, inaugurado por Descartes, introdujo al pensamiento en el laberinto del subjetivismo, donde ha permanecido prisionero prácticamente hasta hoy. Un subjetivismo que, pese a ser impugnado por Kant, prosiguió su progresiva implosión desde el siglo XIX hasta hoy, a través de los idealismos, los positivismos, el marxismo, las fenomenologías y los existencialismos. Una deriva que parece haber concluido en la filosofía posmoderna, a finales del siglo XX, que llegó a proclamar la negación de todo racionalismo y de todo realismo, y aún la de la propia filosofía.

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