abril de 2024 - VIII Año

‘La leyenda de D. Juan’: una conferencia de Gregorio Marañón en Lisboa

Gregorio Marañón en Vida Mundial Ilustrada, 22 enero 1942

Hoy queremos recordar “La leyenda de D. Juan”, aquella extraordinaria conferencia pronunciada por don Gregorio Marañón en los salones del Círculo Eça de Queiróz, situado ya entonces, al igual que hoy en día, en el Largo Rafael Bordalo Pinheiro, en el corazón de la Lisboa elegante. La intervención del doctor Marañón se inició ya avanzada la noche del viernes 16 de enero de 1942, tras una cena formal en la que participaron los socios del distinguido club, sus familiares y algún que otro ilustre invitado, del que después hablaremos.

La conferencia, además, fue publicada posteriormente, en una cuidada tirada de quinientos ejemplares numerados, por la Oficina Gráfica Limitada, situada a escasos metros de la sede del Círculo, en la Rua da Oliveira, en el Carmo. Por esos azares que nos deparan los libros, y sobre todo por la generosidad de mi buen amigo, el ilustre e ilustrado Mario Bedera, con quien comparto esa fea manía de rebuscar entre los polvorientos papelotes y volúmenes de viejo de media Europa, tengo ahora sobre mi mesa el ejemplar número 001. Lleva la firma de Rosabela Silva Santos, anterior poseedora de quien aunque, de momento, nada concreto sepamos, siguiendo las observaciones de aquella noche del propio Marañón describiendo al público femenino, como no podía ser de otra manera, nos la imaginamos hermosa y sofisticada, mientras sigue atenta las palabras del insigne doctor, tal vez fumando en larga boquilla de ámbar, con los reflejos de platino y diamantes de sus joyas art-déco sobre el largo vestido de noche, olvidado por unas horas el tedio de aquella Lisboa tan especial, llamada el Paraíso Triste, al margen de la insaciable guerra que devoraba las energías de las potencias.

La guerra y sus horrores, por desgracia, le resultaban muy familiares al doctor Marañón. Al iniciarse la contienda civil española, en julio de 1936, se encontraba precisamente en Lisboa, de donde regresó a toda prisa a Madrid. El caos y la violencia política desatada le hicieron comprender muy rápido que nada podía aportar a la defensa de una República que unos años antes, junto con Ortega y Gasset, Pérez de Ayala y tantos otros intelectuales, había ayudado a poner en marcha. Los asesinatos de muchos de sus amigos, como Melquíades Álvarez o, el también doctor, Fernando Primo de Rivera, así como su paso por las checas de aquel Madrid descontrolado, le empujaron al exilio en diciembre de 1936.

La visita a Lisboa se produce, por tanto, desde su exilio en París, ciudad ocupada por las tropas nazis en 1940, y donde residió hasta que pudo regresar a España, a finales de 1942.

En aquellos años el doctor Marañón era muy conocido, tanto en Europa como sobre todo en la América de habla hispana. A sus estudios y publicaciones sobre medicina, sobre todo los relativos a la endocrinología, se habían añadido obras muy numerosas sobre diferentes cuestiones sociales, políticas e históricas. La década de los años treinta había sido especialmente fructífera, viendo la luz obras tan destacadas como el Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo, Amiel: un estudio sobre la timidez, Las ideas biológicas del padre Feijóo, El Conde-Duque de Olivares o la pasión de mandar, y Tiberio: historia de un resentimiento. Otra de sus obras políticas fundamentales, cuya lectura vendría de perlas a más de un político de la actual generación, Raíz y decoro de España, data de aquel período fecundo.

Logotipo del Círculo Eça de Queiróz de Lisboa

Por su parte, el Círculo Eça de Queiróz había sido fundado poco antes de la conferencia de Gregorio Marañón. En efecto, una serie de personalidades portuguesas, entre las que destacaba el poeta y activista político António Ferro, quien ejerció como Secretario de Propaganda de Salazar, decidió romper en 1940 con el Grémio Literário, el otro gran club de la Lisboa de entonces, considerado por algunos tal vez excesivamente liberal. El Círculo alcanzó enseguida una fama notoria, sirviendo como palco para multitud de actividades intelectuales y mundanas. En los primeros años de actividades, además de Marañón, pasaron por sus salones personajes de la talla de T.S. Eliot, Ortega y Gasset, o Maurice Maeterlinck, deslumbrando con sus ideas a una Lisboa aparentemente neutral, cada año más ensimismada frente al caos internacional.

Las normas que entonces regían el Círculo, al igual que hoy en día, se caracterizaban por una cierta rigidez. El número de socios se limitaba a 202, número algo cabalístico en homenaje a uno de los personajes de Eça, el elegante Jacinto de La ciudad y las sierras, cuya residencia estaba situada en aquel inexistente número de los Campos Elíseos de París. La admisión era sometida al escrutinio de los demás socios que, mediante urnas donde depositaban la ansiada bola blanca o la temida negra, decidían sobre si el candidato era felizmente admitido o, muchas veces, con oprobio rechazado.

La noche del 16 de enero de 1942, reunió, además de los socios del Círculo, a varios invitados de relieve. Asistieron, naturalmente, figuras relevantes de la política portuguesa, encabezados por el ya mencionado António Ferro, presidente del Círculo, quien presentó al ilustre orador. Hubo también miembros de varias legaciones diplomáticas, como la española, encabezada entonces, y ya desde 1936, por don Nicolás Franco, hermano del general, o de las del Eje y también de la británica. De esta última, sabemos que al menos estuvo representada por su agregado de prensa, el fascinante y entonces joven sir Michael Stewart, barón de Stewart of Fulham, quien poco después se incorporaría al Intelligence Corps, en una discreta misión en Oriente Medio. Por aquellos servicios recibió la Orden del Imperio Británico y fue nombrado caballero de la de Saint Michael and Saint Georges. Más adelante, sir Michael, ocuparía otros importantes destinos diplomáticos en Pequín, Atenas y Washington, antes de saltar a la política con Harold Wilson, en cuyo gabinete llegó a ser Secretario de Exteriores.

En aquel momento, como resulta evidente, la neutralidad de Portugal era más aparente que real. Todos, en aquel selecto auditorio que seguía las eruditas palabras del doctor Marañón, tomaban partido, ya fuera por unos o por otros contendientes. El año 1942 había comenzado con importantes avances en los distintos frentes bélicos.

Acababan de llegar noticias a Lisboa de una extraña operación que había sucedido el día anterior en Fernando Po. Al parecer, un grupo de agentes británicos, procedentes de Lagos, había desembarcado en el puerto de la colonia española, apoderándose de tres buques, uno italiano y otros dos alemanes, utilizados para abastecer una cuadrilla de submarinos que operaba en el golfo de Guinea. Unos días antes, el Japón había declarado la guerra a los Países Bajos, ocupando Kuala Lumpur sin apenas resistencia, mientras los soviéticos conseguían abrir un nuevo frente y contratacar en Leningrado.

En el plano político, ese año había comenzado con la adopción de la Declaración de Washington o de las Naciones Unidas, embrión de lo que años más tarde sería la Carta de la futura organización internacional. El día 13 de enero, se adoptó en Londres la denominada Declaración de Saint James, en la que las potencias aliadas se comprometían a establecer un tribunal internacional que, una vez alcanzada la paz, juzgase a los responsables de los crímenes de guerra.

En esas circunstancias, sin olvidar la importancia de los casi doscientos mil refugiados extranjeros que en 1942 se encontraban en Lisboa, transformando sus recoletas calles en un hervidero en el que se intercambiaban toda clase de noticias e informaciones, más o menos verídicas, no es de extrañar que los servicios de inteligencia de las potencias beligerantes prestaran mucha atención a lo que se comentaría aquella noche en los salones del Círculo Eça de Queiróz. Conviene recordar, además, que las legaciones alemana e italiana disponían cada una de casi trescientos agentes en Lisboa, mientras que, por su parte, la agencia de información de Japón, según cuenta el entonces embajador imperial, Morishima Morito, se componía de sesenta personas. Recordemos también que el embajador Morito, al acabar al guerra, fue juzgado por los tribunales de Tokio y, aunque condenado a muerte, fue posteriormente amnistiado.

Doctor Reynaldo dos Santos

La conferencia de Marañón, como decíamos antes, estuvo precedida por una breve introducción del presidente del Círculo, el poeta y Secretario de Propaganda, António Ferro, quien dio la palabra, para que presentara al orador de aquella noche, al también doctor Reynaldo dos Santos, gran amigo de Marañón y, de alguna manera, alter ego portugués del mismo. Compartía, en efecto, las mismas inquietudes científicas y también la curiosidad hacia toda clase de temas sociales, históricos y políticos.

El doctor Reynaldo dos Santos, sin embargo, estaba mucho más relacionado con el régimen de Salazar de lo que luego el doctor Marañón lo estaría nunca con el del general Franco. En efecto, dos Santos, aún manteniendo una visión política liberal y relativamente abierta, participaba activamente en toda clase de actos conmemorativos, festivales y galas organizadas por el régimen, como demuestra su popularidad y la relación con figuras políticas de relieve.

El doctor Reynaldo dos Santos fue, por otra parte, el primero que descubrió la importancia del pintor Nuno Gonçalves, autor de los ahora mundialmente famosos paneles de San Vicente, que se conservan en el museo de Janelas Verdes de Lisboa. Publicó una de las obras fundamentales para entender el gigantesco patrimonio cultural de Portugal, la Historia del arte portugués, editada en ocho volúmenes. En algún artículo, como con muy buen juicio recuerda mi excelente amigo Rui Vaz de Cunha, al glosar un retrato que pintara Daniel Vázquez Díaz, el doctor Marañón definió a dos Santos como un intelectual “inexpugnable a la pedantería”, para quien “el primer grado de parentesco es la amistad”. Nadie mejor, por tanto, aquella noche para llevar a cabo la laudatio del doctor Marañón que ese ilustrado y buen amigo.

Las primeras palabras de Gregorio Marañón, como no podía ser de otro modo, fueron para agradecer las intervenciones de António Ferro y Reynaldo dos Santos. Dedicó también unas frases al propio auditorio, del que subraya el alto nivel, así como para dolerse de la situación bélica que padecía Europa y el mundo.

Marañón era, sin duda, el gran especialista del momento en la figura de Don Juan. Ya en 1924 había publicado en la Revista de Occidente un profundo artículo, titulado “Notas para la biología de Don Juan”, que serviría de base para su posterior, y conocidísima obra, publicada en 1940, “Don Juan: ensayos sobre el origen de su leyenda”. Lo primero que subraya el doctor Marañón es que va hablar de un tema eternamente interesante, no tanto por la propia figura de Don Juan, sino porque “en torno suyo se suscitan todos los temas del instinto y del amor”. Señala, asimismo, que el donjuanismo es, sin duda, un tema ibérico, y recuerda que sintió una profunda emoción cuando, unos años antes en Salamanca, escuchó a Miguel de Unamuno recitando el Don Juan del gran escritor portugués Guerra Junqueiro.

Para Marañón, el donjuanismo sigue vivo y se equivocan quienes pregonaban su pronta desaparición, ya que “Don Juan representa una modalidad eterna de la historia de las pasiones”. Cambian, eso sí, las formas: ya no hay que saltar tapias, ni descerrajar verjas, pero la esencia sigue siendo la misma. “Antes”, afirma el doctor, “la conquista de una mujer daba argumento para un drama. Hoy, todo se reduce a unas breves palabras por teléfono y al vuelo raudo de automóvil hacia las afueras.” De alguna manera, el teléfono y el automóvil han matado a la Celestina y “quitado a Don Juan su heroico penacho.”

Para Marañón, la figura de Don Juan representa, sobre todo un tremendo equívoco, que “busca a la mujer como sexo, y no como individuo, y no es capaz de esa preferencia individual e intransferible por una mujer que constituye la forma más altamente humana del amor”, para afirmar también que don Juan es conquistador de mujeres, pero también de hombres, siendo “el terror de los maridos y, a la vez, de las mujeres de los maridos.” Enigmática afirmación que más adelante aclarará el doctor Marañón.

Marañón ilustra al auditorio sobre los orígenes de la figura de Don Juan, de quien afirma que, al ser universal, carece del rasgo español que algunos pretenden característico de su personalidad. De hecho, demuestra que la figura de Miguel de Mañara no puede ser, en modo alguno, inspiradora de la obra donjuanesca por antonomasia, ya que este personaje histórico sevillano es muy posterior a la obra de Tirso de Molina. Las raíces de Don Juan hay que buscarlas mucho antes, en ejemplos como el de Ovidio, “un Don Juan con todas sus glorias, con todas sus miserias y con todos sus equívocos”, reapareciendo en la Europa del Renacimiento, al amparo de la moral maquiavélica, cuando las principales ciudades del continente se llenan de donjuanes.

Marañón por Daniel Vázquez Díaz

Sin embargo, es en España donde se plasma la versión literaria de Don Juan. La explicación se fundamenta en que allí es, precisamente, donde mayores y más rígidas son las normas a las que un Don Juan debe enfrentarse, de tal manera que la tensión entre la conducta donjuanesca y las rígidas normas sociales y jurídicas imperantes transforman en héroe al personaje que asalta rejas de conventos y desprecia la memoria de los muertos. Es más, la inmoralidad de la corte de Felipe IV, “podría compararse a la de las ciudades bíblicas que merecieron el fuego de Dios.” Y es también en España donde al personaje de Don Juan no le basta con provocar el escándalo, sino que decide enfrentarse también a la cólera de Dios, burlándose de los muertos y seduciendo novicias.

Así las cosas, Gregorio Marañón se pregunta quién fue el modelo que sirvió a Tirso de Molina para crear su personaje eterno. No fue ni siquiera, nos dice, el famoso Cristóbal Tenorio, criado del Conde-Duque de Olivares, seductor de la hija de Lope de Vega, aunque el burlador de Sevilla sí adoptara ese apellido, famoso desde entonces en todo el mundo. El modelo en el que se inspira no es otro que Don Juan de Tassis, conde Villamediana, “ornato y espanto de Europa entera. Durante largos años fue la preocupación de todos los españoles, y también de los portugueses.” Recuerda que la parte culminante de la vida del conde y su propia muerte sucede en 1622, mientras que el drama de Tirso fue escrito, seguramente, en 1630.

Se pregunta Marañón cómo era Villamediana para contestarnos a reglón seguido: “arquetipo del aristócrata renacentista, de ingenio excelente, intrépido, colmado por Dios de todos los atractivos personales y de todas las buenas fortunas. Y, sobre todo, profundamente inmoral.”

Su gallarda figura aparece desde muy pronto en el esplendor de las ceremonias cortesanas. Es un jugador empedernido y, además, poeta de mérito. Viaja a Italia y, como no, también a Sevilla, donde destaca por sus aventuras amorosas. Son legión sus conquistas, de las que goza apenas una noche, mientras su esposa legítima languidece abandonada en sus aposentos del palacio madrileño. Y entre todas esas mujeres que se rinden a los encantos de Villamediana, hay apenas una que consigue despertar su interés por más tiempo. Se trata de una portuguesa, Doña Francisca de Távora, con cuyo retrato en doctor Marañón decide enriquecer el texto de su conferencia publicado en Lisboa.

Afirma también Marañón que los amores que tradicionalmente se le han atribuido con la reina Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV, son sin embargo falsos, fruto de la leyenda, quizás alimentada por el propio conde, “empujado por la tendencia irresistible al escándalo que caracterizaba a la mentalidad donjuanesca.”

Si así fueron las cosas, Don Juan cortejaba a Doña Francisca de Távora, dama de la reina y amante, a su vez, del propio rey. El conde de Villamediana era rival del rey, pero no por los amores de la reina, sino por los de la bella portuguesa. Recuerda también el doctor Marañón que, en cierta ocasión, salió el conde a alancear toros en la plaza Mayor de Madrid. Lucía en su sombrero, para tan especial ocasión, una divisa que rezaba: “Son mis amores reales”, dando pie a todo tipo de interpretaciones.

Y hasta aquí llega, según nos cuenta Gregorio Marañón, la versión que inspirara a Tirso de Molina para crear a su inmortal Don Juan. Sin embargo, hay más. “Muy recientemente, en Simancas, el historiador español Alonso Cortés, ha descubierto que el conde estaba lejos, muy lejos de ser un modelo de varón. Los documentos hallados no dejan lugar a dudas de que Villamediana estaba implicado en un proceso de lo que entonces se llamaba pecado nefando, descubierto en 1622.”

Según los documentos descubiertos en Simancas, un gran número de personajes de Madrid estaba envuelto en el asunto. Desde grandes señores hasta criados y bufones de las casas aristocráticas, y también Villamediana, fueron juzgados por esas prácticas. Es más, Don Juan de Tassis era precisamente el jefe de la banda. Se hizo justicia, ejecutando a muchos implicados, los humildes, mientras que a los de alta cuna se les permitía escapar a Francia o a Italia. Por su parte, el conde acababa de ser asesinado y fueron las búsquedas para aclarar ese asesinato las que permitieron descubrir lo que hasta entonces había permanecido oculto.

De hecho, en Simancas apareció también una orden del propio rey, bondadoso hasta el extremo, ordenando que como el conde estaba muerto, no se airease su implicación en aquellos sucesos para no herir su memoria. De hecho, como nos recuerda el doctor Marañón, ese secretismo que impone el rey es, precisamente, el que refuerza la leyenda de haber sido mandado ejecutar por Felipe IV tras descubrir los amores de Villamediana con la reina.

Concluye su conferencia don Gregorio Marañón reiterando que Tirso de Molina tuvo ante sus ojos el modelo perfecto en el que inspirarse, “un Don Juan con todas sus glorias y todas, hasta la última de sus miserias” y añade, a modo de colofón, de nuevo sus disculpas por haber entretenido “en estas horas graves, con un tema banal”, a aquel selecto público reunido en el Círculo Eça de Queiróz, incluida la misteriosa propietaria anterior del ejemplar cuya lectura hoy nos ha inspirado estas líneas.

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Escrito por

Archivo Entreletras

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