octubre de 2024 - VIII Año

Posmodernidad, ¿qué fue lo que sucedió?

Jean-Francois Lyotard

La llamada filosofía posmoderna irrumpió como un vendaval a finales del siglo XX. Se propuso hacer la crítica más radical y definitiva de los errores de la Modernidad Ilustrada, y no faltaban motivos para ello. La Modernidad, tal cual se formuló en la Ilustración, no cumplió ninguna de sus grandes promesas: no hubo paz perpetua, como acreditó sobradamente el siglo XX, no hubo emancipación general, ni libertad, igualdad y fraternidad universales. Solo hubo logros modestos, aunque eficaces, como el automóvil, el avión, el ferrocarril, las pensiones, los electrodomésticos, las vacaciones anuales, etc. Los hombres fueron más consumidores que ciudadanos y sobrevivieron pequeñas opresiones, injusticias… ¡El mundo no era perfecto!

La postmodernidad apareció en la filosofía con un pequeño libro de Jean-François Lyotard (1924-1998), titulado La condición postmoderna (1979), que hablaba del “fin de las ideologías”, esto es, de lo que Lyotard llamaba los “grandes relatos” liberadores y emancipadores: Iluminismo, Idealismo y Marxismo. Unas “narraciones” ya desgastadas, en la que ya casi nadie creía y que tampoco removían las conciencias ni justificaban el saber y la investigación científica. Además, hacia 1990, se hundieron la Unión Soviética y el socialismo real. La filosofía también estaba en crisis, en un tiempo en que no se podía prever qué ocurriría, a partir de entonces, entre los Balcanes y el Medio Oriente, desde Afganistán a Manhattan. El mundo se volvía imprevisible.

La facilidad con que se difundió la posmodernidad fue consecuencia de lo que se podría llamar “espíritu del tiempo”, así como del hecho de que lo “postmoderno” había sido mencionado antes por muchos: el historiador inglés Arnold Toynbee, que habló de ello en los años 40, el antropólogo alemán Arnold Gehlen, teorizador, en los años 50 del siglo XX de la “post-historia”, la quiebra del existencialismo, etc. Otros autores habían contribuido a desmitificar la Modernidad Ilustrada desde otros planteamientos, más conservadores, como sucedió con el alemán Karl Schmitt y su decisionismo, o el español Gonzalo Fernández de la Mora y su Crepúsculo de la Ideologías (1965). Y hasta Fukuyama profetizó el Fin de la Historia, en 1992.

Pero la tempestad posmoderna arrollaba todo en sus comienzos, con fuerza, con gran acogida en los medios de comunicación y con alta incidencia en el gran público. Obviamente, ese éxito inicial del posmodernismo no sólo tuvo una historia, sino que tuvo también una geografía, circunscrita a lo que Husserl llamaba “espíritu europeo”, es decir, el Occidente cuyo ocaso profetizó Spengler hace más de 100 años. Difícilmente se puede pensar en postmodernidades en China, Arabia, Irán, Malasia o India. Pues bien, tras sus prometedores comienzos, Occidente, esa parte del mundo que conoció, experimentó y padeció el postmodernismo, lo fue abandonando en la primera década de este siglo, ¿cómo ocurrió esto?

El vendaval posmoderno fue efímero, pues, y a comienzos del siglo XXI se fue abandonado. La experiencia histórica de manipulaciones mediáticas en las guerras posteriores al 11 de septiembre de 2001, la crisis económica de 2008 o el COVID, en 2020, dieron el más radical desmentido a los dos principales dogmas postmodernos: 1) la realidad está intelectualmente construida y es infinitamente manipulable, y 2) la verdad es una noción inútil y peligrosa, pues la solidaridad, la ecología, etc., son más importantes que la objetividad. Pero la realidad se impone y las necesidades reales, las vidas y las muertes reales, que no pueden reducirse a interpretaciones, han hecho valer sus derechos, confirmando que el subjetivismo idealista, como sus contrarios, conlleva implicaciones cognoscitivas, sí, pero también éticas y políticas.

La idea de “progreso” fue quizá uno de los conceptos más combatido por los posmodernos. En la filosofía se acudió a un ardid. Visto que el progreso en filosofía (así como en el saber en general) conllevaba una confianza en la verdad, la desconfianza postmoderna en el progreso buscó una base en que apoyar su crítica. Para ello retomó la idea, de origen nietzscheano, de que la verdad podía ser un mal y la ilusión o el ensueño, un bien, que la posmodernidad transformó en teoría de la posverdad. Tal parecía ser el destino del mundo posmoderno, cuyo núcleo mental no estaba situado tanto en el nietzscheano “Dios ha muerto”, como en el también nietzscheano “no hay hechos, sino sólo interpretaciones”. El mundo verdadero, para los posmodernos, había terminado por ser concebido exclusivamente como un mito, una fábula repetida según los ciclos del eterno retorno, y no según el devenir de la historia
universal, comprendida como progreso de la civilización y emancipación de la humanidad Una fábula algo compleja de entender, pues, si se atiende a Derrida (“nada existe fuera del texto”), la revolución posmoderna parecería que fue una revuelta contra la lingüística en general, y contra la gramática, en particular. La estrategia fue muy simple. En primer lugar, se estableció que las palabras no solo representan la realidad, sino que son la misma realidad, por lo que cambiando las palabras se puede cambiar la realidad. Después se pasó a establecer que la principal “acción revolucionaria” consistiría, pues, en cambiar las palabras, alterar sus significaciones y así cambiar el mundo. Pero los resultados han sido solo la introducción del caos en las significaciones (lenguajes inclusivos, políticamente correctos, etc.), con altas dosis de manipulación.

Como antes se apuntó, y al contrario de lo que les sucedió a otras doctrinas fracasadas, como el marxismo y el socialismo, la postmodernidad sí logró alcanzar una casi plena realización política y social. El primado de las interpretaciones sobre los hechos y la “superación” de la objetividad, se han cumplido, pero con la nada despreciable objeción de que esa “receta” no alcanzó ninguno de los resultados “liberadores” profetizados. El mundo verdadero habrá llegado a ser una fábula, casi un Reality-Show, en la sociedad del espectáculo, pero su resultado ha sido la generalización de la manipulación mediática más escandalosa. Un sistema en el cual (con tal que se tenga el poder para ello) se puede hacer creer a las gentes cualquier cosa. En los noticiarios y tertulias radiofónicas se ha consagrado el “no hay hechos, sólo interpretaciones”, que ha mostrado su auténtico significado: “La razón del más fuerte es
siempre la mejor”.

Como dice Maurizio Ferraris, si filosófica e ideológicamente se ha abandonado lo postmoderno, no ha sido tanto porque haya errado en sus objetivos sino, quizás, justamente, por lo contrario, pues alcanzó un éxito muy por encima de la endeblez y debilidad de sus tesis.

El fenómeno más importante y el motor principal de ese abandono actual habría sido, para Ferraris, esa plena y perversa realización, que ahora ha terminado por llevar al posmodernismo a su implosión final. Lo que habían propuesto los postmodernos, con todos sus notables errores teóricos y con su radical subjetivismo, lo realizaron los manipuladores políticos y sociales más desvergonzados que, al pasar de los ensueños a la realidad, fueron los que de verdad entendieron de qué se trataba el asunto y lo utilizaron a conciencia y en su provecho.

Para Ferraris, los daños al pensamiento no han venido, pues, solo de los desvaríos postmodernos: también y sobre todo vinieron de su manipulación por el “poder” al que tanto quisieron combatir. Los poderosos sí supieron entender y aprovechar el apoyo ideológico y teórico que les dieron las tesis postmodernas. La fuerza de la posmodernidad no se debió a que lograse influir sobre las élites, más o menos amplias, que podían sentirse interesadas en la filosofía, la literatura, la arquitectura, etc.

La verdadera fuerza de la posmodernidad vino del influjo que alcanzó sobre una gran masa de personas que de lo postmoderno no habían oído hablar nunca, pero que sí habían padecido los efectos de las manipulaciones mediáticas, partiendo de la primera y más decisiva de todas ellas: transmitir la convicción de que el sistema carece de alternativas.

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