abril de 2024 - VIII Año

Crisis de la modernidad: ¿Qué pasó con la ética?

Imagen: pixabay

También la ética sufrió las sucesivas crisis padecidas por la filosofía en los dos últimos siglos (Para qué filosofía). La ética, es decir, la búsqueda de una vida humana mejor por medio de normas que encaucen nuestros actos, pero que no es la religión, ni tampoco el Derecho. Religión, Ética y Derecho, conforman tres órdenes normativos sólo similares en apariencia, pues son muy diferentes. La religión aspira a algo mejor que la vida, y el Derecho defiende los mínimos de civilidad para la vida en convivencia. Y la ética aspira únicamente a alcanzar una vida mejor, una vida humana mejor.

Las crisis de la filosofía dejaron la ética en una difícil situación, casi indefinida, agravada por venir acompañada del inicio de otra: la crisis de la religiosidad en nuestro mundo, cada vez más desacralizado y laico desde el siglo XIX. Sin embargo, al observar la cantidad de estudios sobre ética elaborados en ese tiempo, se aprecia que, si algún siglo ha sido prolífico en literatura moral, ese fue el siglo XX. Un siglo que, si por algo ha destacado, ha sido por la profusión de tendencias y doctrinas en ética, tantas, que cabe preguntarse si acaso es posible ordenar el enorme conjunto de sistemas y si hay algo característico en la reflexión ética propia del siglo XX.

La interrogación sobre por qué debe el hombre ser moral y comportarse conforme a principios éticos resurgió con fuerza durante el siglo XIX, al reducirse la influencia religiosa en la sociedad. El cuestionamiento de la ética tradicional europea, cristiana en todas sus acepciones y variantes, lo desarrollaron el positivismo y el utilitarismo ético. Y, además, Nietzsche proclamó la “muerte” de Dios y abrió las puertas al más amplio relativismo moral. Para él, la moral es la gran mentira de la vida, la historia y la sociedad. Los demoledores resultados de todo esto fueron advertidos por Dostoievski en su novela Los Hermanos Karamazov, en la que lo expresó con crudeza: “Si Dios no existe, entonces todo está permitido”.

El cuestionamiento de la tradición cristiana se realizó mediante la contraposición de los descubrimientos científicos frente a las “verdades de la fe”, así como en proponer una ética de la felicidad general para los más. De lo primero se ocupó especialmente el positivismo, mientras que el utilitarismo se centraba en prometer la felicidad (¡!) para los más, en una perspectiva presuntamente hedonista. Un buen ejemplo de los ataques al cristianismo lo constituyó la polémica sobre la creación del mundo y del hombre, tras la aparición de la teoría de la evolución de Darwin. Un debate que aún perdura. Mas, el resultado de las promesas de la  ética utilitarista no fue a la postre ni tan brillante, ni tan satisfactorio, como algunos pensaron al principio (Jeremy Bentham).

A finales del siglo XIX, se comenzaron a proponer las más diversas teorías meta-éticas, que intentaban formular “nuevos” planteamientos, en busca de una fundamentación aceptable de la razón práctica kantiana. Kant, en su Crítica de la Razón Práctica había establecido que la razón pura es, por sí misma, también razón práctica que proporciona al ser humano una ley universal denominada “ley moral”. La aparición de los primeros textos de Max Weber sobre sociología y religión, recopilados después por Talcott Parsons en el célebre libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, abrió una época nueva para la ética.

A partir de la formulación de la “Ética de la Responsabilidad”, por Weber, y bajo inspiración kantiana (“ética dentro de los límites de la estricta razón”), se generalizó fundamentar la ética en valores más laicos que religiosos. Valores que, aunque pudieran tener inspiración religiosa, trataban de apoyarse en conceptos seculares, como el impulso de la convivencia ciudadana o de la justicia, desde la perspectiva de la libertad de creencias y opiniones, y del respeto a la diversidad de culturas, religiones, ideologías, etc. Aunque dar sentido a la vida u orientarla es un cometido de la ética, no de la tolerancia o del civismo.

En el siglo XX, en el ámbito de las éticas normativas, se han distinguido tres grandes tendencias: el neokantismo, el neo-utilitarismo y las denominadas “éticas de las virtudes”. En las dos primeras, prevalecería una fuerte influencia kantiana, con sensato olvido de las peores aportaciones del utilitarismo clásico (como el malthusianismo). Sin embargo, tanto las aportaciones de algunas corrientes dentro de las éticas de las virtudes, como algunos trabajos más contemporáneos sobre el utilitarismo, redescubrieron el potencial de éste como base de la ética para el siglo XXI, al tiempo que intentaron dar razón del papel de las emociones y de la propia razón en la ética. Quedan fuera de este análisis los totalitarismos (comunismo y nacional-socialismo), que conformaron una auténtica “anti-ética” en el siglo XX.

En la ética del siglo XX, mientras se desarrollaba la filosofía analítica, hubo quienes la continuaron planteando en función los conceptos del “bien” y del “mal”, fuesen materialistas o idealistas, creyentes o ateos, pero en base a consideraciones espirituales y religiosas. La filosofía analítica, por su parte, limitó el alcance de la ética al estudio del significado de los términos morales y a la falta de sentido de los juicios morales. Por último, las éticas descriptivas se centraron en el estudio de la sociología de las costumbres. Mas ninguna se acercó apenas a los dilemas éticos que se planteaban en la crecientemente compleja realidad contemporánea.

Del devenir de la ética en el siglo, quizá deba destacarse al teólogo y filósofo norteamericano Reinhold Niebuhr (1892-1971), a quien se atribuye la bellísima y famosa Oración de la Serenidad. Por encima de escuelas y tendencias, Niebuhr, hombre pragmático y uno de los máximos representantes del Realismo Político estadounidense, planteó como muy pocos la situación en que se encontraba la ética hacia mediados del siglo XX. La ética seguía centrada, como lo estaba desde comienzos del siglo, en la definición de un concepto de justicia “realizable”, susceptible de ser humanamente realizado en la sociedad.

En Hombre Moral, Sociedad Inmoral (1931), Niebuhr contrapuso a la ética individualista del liberalismo la dimensión sistémica de la injusticia. Su tesis es que los hombres son más propensos a pecar integrados en grupos, que como individuos. Por ello apeló a la necesidad de la responsabilidad colectiva para alcanzar un orden de justicia “realizable”. Para Nieburhr, en la sociedad sólo cabe una justicia, que equivale a un orden moral relativo, precario y en mutación constante. La ética de la responsabilidad de Weber había conducido a todas las corrientes de la ética a la idea de justicia en la sociedad, entendida también como justicia social, pero no solo. La Teoría de la Justicia (1971), de John Rawls, fue quizá la culminación y la obra final de todo ese tiempo.

De la evolución de la ética en filosofía analítica, es ilustrativa la anécdota del debate organizado por Russell, en 1946, entre Wittgenstein y Popper. El primero, en línea nihilista, negaba la validez significativa de los juicios éticos, mientras sujetaba en su mano un atizador de chimenea. En el fragor del debate, Wittgenstein acercaba cada vez más el atizador a la cara de Popper. Por fin, en tono amenazador, Wittgenstein exigió a Popper a que enunciase un ejemplo de principio moral incuestionable. Impávido, Popper respondió: “No amenazar con un atizador a los profesores invitados”. Sencilla y demoledora contestación, que provocó una carcajada de asentimiento en la sala. Wittgenstein era derrotado por una simple frase llena de sentido común. Tan derrotado como lo estaba el nihilismo ético de la filosofía analítica.

Todo cambió con la eclosión del revolucionarismo de 1968. Hasta ese momento, la ética académica se mantenía en los debates articulados desde comienzos del siglo sobre la idea de la “ética de la responsabilidad”, de Max Weber. Debates teóricos, tan abstractos como alejados de las inquietudes del gran público. Se retomó el estudio de Nietzsche, al que se quiso ver como un transgresor y un rebelde. El espíritu revolucionario de 1968 pretendió cambiarlo todo y armó grandes revuelos, pero solo logró revivir el utilitarismo de Bentham y sus primeros seguidores. A finales del siglo XX, se aprecia la influencia del utilitarismo, tanto entre los analíticos, como en el estructuralismo y en el último existencialismo. Una recuperación del utilitarismo que volvió a poner en valor su tradicional formulación de cálculos de felicidad y dolor.

En esa ética crepuscular de final del siglo XX y comienzo del XXI, la máxima socrática de que es preferible padecer la injusticia que cometerla domina el mundo, pero adoptando una deriva peligrosa y perversa: el “victimismo”. Los posmodernos retornaron al utilitarismo, pero con un importante giro: si bien es difícil definir la “felicidad”, es indiscutible que el dolor siempre es malo, por lo que no ha de incrementarse sin necesidad. Pero es esta una visión peculiar y sesgada del viejo utilitarismo, con una auténtica inversión minimalista de valores: frente a Bentham (1748-1832), que proponía la “mayor felicidad para los más”, las nuevas éticas plantearon objetivos mucho menos ambiciosos, como “el menor dolor para los más”.

Pasar de aspirar a la felicidad a reclamar sólo menor sufrimiento o dolor, requiere un salto. La ética posterior al 68, de fuerte impronta utilitarista, no consideró posible proponer ya el goce de la mayor felicidad para los más, por lo que limitó sus planteamientos a proponer que, al menos, se reduzca al máximo el dolor general de los seres vivos. Se puede ver, por ejemplo, en alguno de los movimientos más radicales del momento, como el ecologismo en su versión “animalista”, que parte justamente de esas ideas. Uno de sus más destacados teóricos, el australiano Peter Singer, se auto-define como utilitarista, en su propuesta de un nuevo trato ético con los animales.

Este utilitarismo renovado olvida que la ética no puede aplicarse solo para proscribir conductas o hechos que produzcan dolor o daño. La ética también puede ser y debe ser hedonista y puede proponerse aspirar a la felicidad individual. Porque también es posible una ética de la alegría, no solo del sufrimiento, incluso en los entornos de pensamiento utilitarista. Aunque debe advertirse que la moral clásica del hedonismo, recogida en la filosofía de Epicuro de Samos, siempre ha estado muy lejos de las ensoñaciones del utilitarismo, sea el clásico o sea el más actual, no se vaya a confundir nadie, ya que el utilitarismo se suele presentar como “hedonista” (¡!).

El estudio de los comportamientos humanos, y su moralidad o inmoralidad, ha seguido hasta ahora una línea de creciente “sociologización”, valga la expresión, en la sociología de las costumbres desarrollada en el siglo XX, en la línea iniciada por Max Weber a comienzos del siglo.

Y, la ética, a todo esto, ¿dónde se ha quedado la ética en el siglo XXI?

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