octubre de 2024 - VIII Año

Claude Debussy, a los cien años de su adiós

Centenario del fallecimiento de Claude Debussy (1862–1918)

Debussy02El escritor y musicógrafo Antonio Daganzo repasa algunas de las claves para disfrutar hoy de la música del gran compositor francés, uno de los fundadores de la modernidad en música.

A Adolfo Salazar, nombre histórico de nuestra musicología, le debemos una observación que tiene mucho de cartografía y brújula: ‘Italia, en el Barroco, inventó la ópera; Francia, el ballet, y España, la zarzuela’. Dicho eso, y centrándonos en el segundo caso, no podrá sorprendernos, pues, que uno de los espectáculos antecesores de la ópera propiamente dicha –género que, efectivamente, acabó configurándose en Italia- fuera el llamado ‘ballet de cour’ (‘ballet de corte’), combinación de danzas y cantos cuyo auge ya era evidente bajo la égida de los últimos Valois –segunda mitad del siglo XVI-, antes del esplendor borbónico. ¿Tal legado de danza cortesana explicaría la elegancia característica, esa suavidad amable que pareció ser divisa y vitola de la música culta de nuestro país vecino? Aventurado afirmarlo, quizá; lo que no ofrece dudas es que los dos grandes revolucionarios del arte del sonido en la Francia decimonónica, Hector Berlioz y Claude Debussy, lucharon por superar ese ambiente algo inocuo. El cataclismo que desató Berlioz, al introducir en la cultura musical de su país la fulgurante modernidad de Ludwig van Beethoven sin pararse en barras, le hizo entrar de cabeza en la ‘Trinidad romántica’ formulada con acierto por el poeta Théophile Gautier, en la que se contaban igualmente el escritor Victor Hugo y el pintor Eugène Delacroix. El caso de Claude Debussy (Saint-Germain-en-Laye, 22 de agosto de 1862 – París, 25 de marzo de 1918), a caballo más bien entre los siglos XIX y XX, no resulta tan sencillo de contar, y se antoja tan sutil como la naturaleza misma de su música.

debussy2Escuchando la muy temprana e incompleta Sinfonía en si menor, escrita –en realidad para dúo pianístico- durante el tiempo en que Debussy se movió en la órbita de la aristócrata Nadezhda von Meck -mecenas de Piotr Ilich Chaikovski-, podría extraerse la errada conclusión de que su incipiente proyecto creativo le encaminaba tras las huellas de los románticos rusos. Lo cierto es que a aquel joven premiado por el Conservatorio de París le interesaron más las radicales innovaciones planteadas por Richard Wagner, hasta que reparó en que una nueva germanización de la música francesa, tras la obrada por Berlioz mediante el magisterio de Beethoven, no iba a abrir horizontes transitables. La solución no vendría por los wagnerianos Franck, Chausson o Vincent d’Indy, pero tampoco por las secuelas de la ‘tradición amable’ representada por Saint-Saëns, Lalo o Chabrier, o por los operistas de verbo melódico como Gounod –de quien, por cierto, en 2018 se cumple el bicentenario de su venida al mundo-, Delibes o Massenet –’un compositor para modistillas’, llegó a llamarlo injustamente el propio Debussy bajo su pseudónimo crítico de ‘El señor Corchea’ (‘Monsieur Croche’)-. Cierto que aquella tradición también había dado nombres exquisitos y originales como Fauré o Bizet –el autor de la asombrosa Carmen-, pero, después de todo, ¿cómo podía abrirse de una manera genuina la puerta del futuro? ¿Cómo la música francesa iba a poder progresar, definitivamente, sin que sus esencias más íntimas fuesen traicionadas? Al cabo Debussy encontró la solución; la única viable, y en todo digna de una genialidad como la suya.

debussy1Suele afirmarse que el comienzo de la modernidad en música lo señala el estreno, en 1913, del ballet La consagración de la primavera, de Igor Stravinsky. El popular crítico norteamericano Alex Ross propone, en este sentido, la aparición en 1905 de Salomé, la no menos escalofriante ópera de Richard Strauss. Paralelamente a eso, bien puede sostenerse que la delicadeza orquestal del Preludio a la siesta de un fauno, sobre la égloga de Stephane Mallarmé, y estrenada a finales de 1894, es el verdadero punto de inflexión. Debussy había sorprendido al público con partituras como la suite sinfónica Primavera o La damisela elegida –para soprano, mezzosoprano, coro femenino y orquesta-, pero fue en el Preludio… donde el compositor ya pudo mostrar todas las cartas de su nueva baraja. En las certeras palabras del musicólogo Massimo Mila, ‘su arte se esfuerza en captar y traducir sensaciones evanescentes, el perfume y la sutil inestabilidad de cada instante, motivo por el cual rechaza todo esquema formal y toda regla de composición preestablecida, así como el régimen de las obligadas modulaciones’, yuxtaponiéndose así ‘las armonías más nuevas y extrañas sin preparación alguna’. La Francia de la época comparó aquel moderno estilo con los cuadros de Monet y Renoir; de ahí la etiqueta de ‘impresionismo musical’ que le fue adjudicada un poco a la ligera, pues Debussy se hallaba quizá más próximo a los misterios del simbolismo. En cualquier caso, el logro era pleno: atrapar ‘el clima poético, refinado y decadente creado en Francia a fines del siglo XIX’ con un lenguaje que estaba llamado, internacionalmente incluso, a sembrar una parcela importante del porvenir.

debusy5Las innovaciones se extendieron por la amplísima producción del compositor, con la fascinante escala de tonos enteros –la de seis tonos idénticos sucesivos, sin semitonos- como una de sus banderas recurrentes. Y aunque así mismo cultivó la música concertante y la de cámara –excelentes trabajos son su Cuarteto de cuerda en sol menor o su Sonata para violonchelo y piano, en re menor-, el piano solo y la orquesta fueron sus territorios naturales. ¿Quién no recuerda el etéreo hechizo de su ‘Claro de luna’, tercer movimiento de la Suite bergamasque? Los Arabescos destacaron también entre sus obras pianísticas previas a las grandes creaciones de madurez: los Doce estudios, las Estampas, las dos series de Imágenes y, sobre todo, los dos libros de Preludios, donde el autor –avezado pianista, no lo olvidemos- lleva a cabo una exhibición sistemática de renovación técnica al servicio de las sonoridades recién nacidas. No obstante, ¡cómo resistirse a los colores de la orquesta en una música tan sugestivamente plástica -algo todavía más notorio en la producción de su contemporáneo y, en cierto modo, compañero de estética Maurice Ravel-! Muy lejos de ser flor de un día, al Preludio a la siesta de un fauno le siguieron los Nocturnos –’Nubes’, ‘Fiestas’, ‘Sirenas-, las Imágenes –independientes de las pianísticas arriba citadas, y con una sección central tripartita, ‘Iberia’, dedicada a nuestro país- y, por supuesto, los tres ‘bocetos sinfónicos’ que constituyen la partitura de El mar (La mer), uno de los lienzos sobre el poder del mundo natural más poéticos y arrebatadores de la historia, como escribí en mi ensayo divulgativo Clásicos a contratiempo.

debu2La música de Debussy concebida para la escena merece capítulo aparte, sin duda porque en ella encontramos, entre otras, las dos obras más audaces –más osadas aún, quien lo diría- debidas al autor nada menos que del Preludio a la siesta de un fauno. Jeux (Juegos), ‘poema danzado’ para los Ballets Rusos de Sergei Diaghilev, con coreografía tenística –tal cual- del gran Nijinski, propone ‘una fragmentación continua’ y ‘un desmenuzamiento de la materia sonora que escapa a toda comprensión de la estructura de la obra’, según reconociera el experimentado musicólogo François-René Tranchefort. Una música de ‘desarrollos ausentes’, en la feliz descripción defendida por Jean Barraqué. Por si eso no bastase, Peleas y Melisande, basada en el drama homónimo del escritor simbolista –cómo no- Maurice Maeterlinck, es una de las ‘anti-óperas’ por antonomasia de la Historia de la Música. ¿Acaso hubiera podido ser de otro modo, teniendo en cuenta lo manifestado por Debussy a la hora de glosar el resultado de su trabajo? Textualmente, y con una de aquellas subidas dosis de iconoclasia tan propias de ‘El señor Corchea’: ‘Los personajes de esta ópera intentan cantar como personas normales y no usan un lenguaje arbitrario basado en tradiciones anticuadas.’ ‘Canto como una especie de recitativo continuo, nutrido en oleadas y florecimientos melódicos, pero sin llegar a constituir lo que se entiende por arias’, en palabras de Roger Alier, Marc Heilbron y Fernando Sans Rivière. En definitiva: melodía infinita, pero sin Wagner; adaptación de la línea de canto al idioma francés, pero con mayor naturalidad aún que la esgrimida por Gounod, por Massenet, incluso por Bizet. Un poco a la manera del Boris Godunov, de Modest Mussorgsky, pero sin Boris ni Mussorgsky, ni lengua rusa. El 30 de abril de 1902, durante el estreno parisino de la obra, el fiasco fue de tal magnitud que la policía no tuvo más remedio que intervenir para sofocar la reacción desatada por la burguesía de la Opéra-Comique. Hoy Peleas y Melisande se ha asentado brillantemente en el repertorio internacional, igual que la práctica totalidad de la creación de su autor.

debu1Además de en su patria y cuna, la influencia del llamado ‘impresionismo musical’ fue notabilísima, dándose casos en verdad singulares: la huella de Debussy en el británico Frederick Delius, o en ciertas partituras del italiano Ottorino Respighi, no deja de resultar insólita. O no tanto, porque incluso Giacomo Puccini se mostró sensible en sus óperas a los progresos armónicos surgidos desde Francia. En lo que se refiere a nuestro país, el comentarista José Luis García del Busto ha puesto de relieve, no sin buenas razones, que la contribución de Isaac Albéniz a la fundación misma de esta estética se antoja fundamental. El impresionismo marcó a Manuel de Falla –escúchense las Noches en los jardines de España como prueba- y a Joaquín Turina; todavía con más fuerza a Frederic Mompou o a Antonio José, y aun hoy cabe rastrear sus pisadas en el quehacer de Antón García Abril –Cantos de pleamar, por ejemplo-. Pero la influencia del impresionismo no se detuvo en la frontera de la música clásica: las bandas sonoras cinematográficas lo han tenido en cuenta, y aunque parezca inverosímil en un primer momento, también el jazz. Antonio Carlos Jobim no habría podido dar a la bossa nova su luz irresistible sin su admiración por Debussy, sin servirse de algunos de sus hallazgos. Y el final de este recuento hace que recuerde la faceta más ligera del propio genio francés; obras como Children’s corner, La caja de los juguetes (La boîte à joujoux)… O el vals La más que lenta (La plus que lente). Su versión orquestal con cimbalón, preparada por el mismo Debussy con una sutileza y una magia subyugantes, bastaría para caer rendido ante su música de una vez y para siempre.

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