¡Mis queridos palomiteros!
Noël Peirce Coward (1899–1973) no fue simplemente un dramaturgo; fue, si me permite el término, el gran educador del oído británico.
Nacido en Teddington, tal día como hoy, Coward prefirió labrarse un futuro profesional en los escenarios. De hecho, debutó antes de los doce. ¿Por qué aún siendo un niño? Tal vez porque nació con algo más que instinto y talento, lo que le permitió coreografiar los diálogos de las obras que escribía.
Naturalmente, su llegada al mundo de la dramaturgia y el espectáculo no gustó demasiado, como ocurre con los genios como él. Pensemos en The Vortex (1924). La obra era tan audaz, tan cruda en su visión del libertinaje y la droga entre la high society, que sus productores se echaron las manos a la cabeza. Le sugirieron que le diese un barniz, que la suavizara… Pero Coward se negó. Prefería que la originalidad de su trabajo se respetara, antes de que sus palabras rozasen la medianería. Y no se equivocó: sus trabajos obtuvieron un éxito incontestable. Coward había llegado para revolucionar la comedia con un aire de absoluta indiferencia a través de esa lúcida inteligencia que le hacía destacar sin proponérselo.
Además, el autor inglés escribía con una velocidad que hoy nos parecería insolente, casi un show en sí mismo. Se cuenta que Hay Fever (1925), una de las grandes comedias del siglo XX, fue poco más que un “ejercicio” despachado en solo tres días. Una exquisitez de la que pocos escritores pueden presumir.
Y luego está Private Lives (1930), esa maravilla escrita para él y para su musa y socia de toda la vida, la maravillosa Gertrude Lawrence (1898–1952). Creó una batalla verbal tan perfectamente armonizada que parece escrita esta misma mañana. Su proceso era la vida misma: ensayar, reescribir y estrenar, todo con la urgencia del que sabe que el teatro es ahora o nunca. El texto, dicen los puristas, era apenas un punto de partida; lo esencial estaba en su puesta en escena.
¿Por qué seguimos hablando de él? Porque elevó la comedia de salón a la categoría de arte mayor, sin jamás volverse pesado o pretencioso. Porque nos regaló una mirada irónica, sí, pero profundamente humana, sobre el amor, la identidad, las neurosis de la clase alta y, sobre todo, las hipocresías del matrimonio. Obras como Design for Living (1933), con su retrato de un ménage à trois deliciosamente cínico, fue un desafío para las convenciones sexuales de la época.
Incluso durante la guerra, Coward supo escribir con un tono
más ligero, como así lo atestigua la comedia Blithe Spirit (1941), nacida para hacernos reír cuando la realidad se volvía insoportable. ¿Una comedia sobre un triángulo amoroso con el fantasma de la exesposa? Puro Coward. Y Present Laughter (1942) es casi autorretrato en clave de divo ególatra.
Su peculiar estilo trascendió el teatro. Pensemos en la película bélica In Which We Serve (1942), que codirigió con David Lean, un ejercicio de estoicismo muy inglés. O, aún mejor, en el texto que inspiró la sublime Brief Encounter (1945), que ponía de nuevo sobre el tapete su destreza para la escritura de farsas y tragedias a partes iguales.
Noël Coward nos dejó el 26 de marzo de 1973, convertido ya en una leyenda. Su teatro confía en nuestro ingenio y celebra el buen uso de la palabra. Leerlo o verlo es un auténtico placer; es como compartir un Martini seco con alguien que sabe que la vida es absurda y, por eso mismo, maravillosamente cómica.












