abril de 2024 - VIII Año

Crisis de la modernidad: ¿impostura y fanatismo?

Imagen: pixabay

Uno de los síntomas de la quiebra actual de la “Modernidad” renacentista e ilustrada, está en la falsificación de los principios y valores que la misma encarnó. Quienes se postulan como sus más intransigentes defensores, los traicionan de continuo con descaro y desparpajo, inasequibles a los desastres que provocan. Quizá todo consista en dominar el arte de “cabalgar contradicciones”. Por tomar un ejemplo de cierta actualidad, se constata como, con desaforado voluntarismo, los hegemónicos progresistas “woke” actuales, que se han adueñado de casi toda la izquierda, están seguros de que repitiendo la expresión “cultura de la violación”, creyendo mucho en ella y difundiéndola en masa por los medios de comunicación, se conseguirá imponer como una realidad (¡!). Al final, logran no sea fácil distinguir la falsedad de la realidad.

Las imposturas se abren camino en nuestro tiempo y, entre ellas deben denunciarse las más peligrosas, las de los nuevos fanatismos. La historiografía ha sido injusta con los malvados consagrados tradicionalmente por la historia, como Calígula o Nerón, el Mariscal de Montmorency o la Condesa Báthory. Pero estos malvados “oficiales” no pasan de degenerados que se divertían con las masacres y excesos más perversos. Mas no fueron ellos los inventores de los conceptos de “pureza” y “ortodoxia”. Los verdaderos criminales de la historia han sido siempre, y lo son hoy, los creadores de “purezas” y “ortodoxias”, sean estas religiosas, políticas o, en los tiempos más recientes, ideológicas. Los peores malvados han sido siempre los creadores de la distinción radical y excluyente entre “fieles” a salvar e “infieles” a exterminar.

A diferencia de los “puros”, los espíritus dubitativos y escépticos, especialmente los que lo son por prudencia, nunca han resultado muy peligrosos para el mundo, ni para los demás. El mal reside en la pasión voluntarista de quienes se extravían en megalomanías prometeicas y redentoras. Delirios de quienes se alzan fieramente, henchidos de “altos” y “nobles” ideales, dispuestos a imponer a toda costa sus convicciones y creencias. Ellos, los fanáticos, son los que llevan a las sociedades por los peores caminos de perdición en la historia. Entre estos personajes proliferan y abundan las certezas más absolutas, que aspiran a imponer para tratar de construir “paraísos en la tierra” que, inevitablemente, siempre han devenido infiernos.

Generalmente se tiende a desconfiar de los “hábiles y astutos”, de los “vividores” o de los “licenciosos”. Y, sin embargo, a ninguno de ellos se le puede reprochar ninguna de las grandes convulsiones catastróficas de la historia. Vividores y licenciosos carecen de principios, no suelen creer en casi nada y no hurgan para remover los sentimientos o los motivos ocultos de cada uno. Como enseñaba la vieja Fábula de las Abejas, de Mandeville (1670-1733), los vicios privados suelen redundar en beneficio de las virtudes públicas o, al menos, no suelen perturbarlas. Pero los puros, los de pureza acrisolada… ¡nada hay peor que el despotismo con principios!, sea el de los fanáticos que torturan a los pueblos, sea el de los “idealistas” que los arruinan.

Cuando las ideas se transforman en “dios”, sus consecuencias suelen ser deletéreas, además de incalculables. Sólo se extermina en nombre de los dioses o de sus imitaciones: los excesos cometidos por la diosa Razón, o por las ideas de nación, de clase o de raza son de la misma naturaleza que los excesos de las guerras de religión de los siglos XVI y XVII. No existe intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo, que no revelen la determinación y la brutalidad del fanático. El exceso está en la base de todas las tragedias que han provocado los fanáticos, con sus doctrinas y sus sangrientas farsas, desde la dictadura jacobina en la Francia de la Revolución, en 1793 (leer Crisis de la modernidad: mito y realidad de las revoluciones), hasta los totalitarismos más actuales, como los religiosos musulmanes, o los ateos del viejo comunismo renovado (China, Cuba, Venezuela, etc.).

La impostura de nuestro tiempo se aprecia bien en la creciente ola de “victimización” de grupos y colectivos diversos y arbitrariamente seleccionados. Los “victimizados” (no confundir con víctimas reales) exigen que se renuncie a derechos básicos -como la libertad de expresión, por ejemplo- para dar cumplida satisfacción por los agravios, reales o presuntos, infligidos desde antaño a esas “víctimas”: a nadie se puede responsabilizar, pero todos devienen culpables. Se pretende una asunción social de responsabilidades colectivas que se refieren a veces, incluso, a remotos pasados de la humanidad, desconocidos para la inmensa mayoría. Al inicio del Mundial de Futbol 2022, de Qatar, un alto responsable de la FIFA (organizadora del Mundial), de nombre Infantino, exigía a Europa pedir perdón por sus actos de los últimos 3.000 años, ¡casi “ná”!

España, y todo su entorno, vive actualmente en la permanente proliferación de airadas quejas, surgidas de un infantilismo, tan cargante y fastidioso, como extendido. El objetivo declarado sería crear un “Estado Moral”, sea eso lo que sea, fundado no en la igualdad ciudadana, sino en diferentes tipos de ajustes de cuentas. Una vez ganada la condición de “víctima”, se gana plena legitimidad moral para actuar y legislar, crear privilegios o prohibir. La victimización generalizada puede convertir en “sufridores” incluso a malvados agresivos. Esto, en democracia, es peligroso y causa daños evidentes: trastoca la moral, pervierte la democracia y la justicia, limita la libre expresión, y busca excluir a los otros para tomar el poder. Un auténtico “asalto a la razón” cometido para dominar las mentalidades y, así, alcanzar poderes totales y absolutos.

Quizá sea ésta la más significativa impostura moral del presente: el victimismo. Sea el de las feministas radicalizadas al uso, o el de los LGTBI+, siempre colmados de agravios a reparar, o el de los comunistas irredentos, o de los ecologistas de salvación del planeta, o de los salvadores de Euskadi y Cataluña, tanto da. Víctimas imaginarias, pero siempre muy airadas y dispuestas a perseguir cualquier objeción o cuestionamiento. La impostura es un valor social. Cada día se ve en los medios de comunicación a alguien (un político, un periodista, una estrella o aspirante, o un cualquiera) que denuncia lo muy “víctima” que es y critica desde ese victimismo a los demás. Ejercicio exhibicionista para el que valen todos los trucos: mostrar las preferencias alimenticias, nobles causas, mascotas, banderas, y hasta vandalizar obras de arte, si se tercia.

Casi todo ha devenido impostura, pues no se trata más que del uso de máscaras para esconder otros propósitos. Máscaras que ocultan sin duda maldad, pero también muchas veces la ignorancia y la incompetencia de los enmascarados. Y siempre se usan con la intención de engañar y seducir. Máscaras desechables e intercambiables, que se utilizan por ser consideradas en el momento de su uso como las más “morales” y “presentables”, en el baile de máscaras al que asiste atónita la sociedad actual. Máscaras manejadas por fanáticos.

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