mayo de 2024 - VIII Año

Se estrena ‘La casa’, de Álex Montoya

Desde el 1 de mayo está en nuestros cines La casa, la nueva película de Álex Montoya tras su prometedor debut el pasado 2019 con Asamblea.

Si en aquella el realizador valenciano —curtido en el ámbito del cortometraje— se apoyaba en la obra teatral La gent de Juli Disla, en La casa ha recurrido al cómic autobiográfico homónimo del multipremiado Paco Roca. El argumento de este nos acerca a un drama familiar con toques de comedia donde se apela a la nostalgia y a la melancolía.

La apuesta de Montoya, pues, es sumamente arriesgada por cuanto el historietista se ha convertido en todo un referente de la novela gráfica actual y, muy especialmente, desde que con La casa llegara a lo más alto al ganar el prestigioso Premio Eisner 2020 a la mejor obra extranjera. Con respecto a esta “colaboración valenciana”, merece la pena hacer un breve apunte histórico: tanto la cantera del noveno arte de esta comunidad autónoma —desde los tiempos legendarios de las editoriales Valenciana o Maga hasta los de la nueva escuela con ilustradores de la talla de Mique Beltrán, Micharmut, Sento o Daniel Torres— como la de su séptimo arte —desde el cineasta Maximiliano Thous o el crítico Juan Piqueras hasta el gran Berlanga, pasando por la productora Cifesa— han sido dos pilares fundamentales de la brillante cultura visual del Mediterráneo.

Por tanto, en el tándem Roca y Montoya se alían dos ricas tradiciones artísticas que han evolucionado de forma paralela sin cruzarse demasiado —a pesar de su proximidad—hasta este momento. Hay que congratularse por tanto por ello.

Ni que decir tiene que Montoya —con este ambicioso proyecto— se ha colocado el listón bien alto y hay que decir que no solo ha salido indemne del envite, sino que su película no desmerece en absoluto —en su tono y en su belleza— del libro del que parte. Para colmo, algunas de las experiencias previas del historietista con el cine no habían sido del todo satisfactorias. Si la magnífica Arrugas (Ignacio Ferreras) se alzó en el 2011 con dos Goyas por la mejor película de animación y el mejor guión adaptado, el bodrio Memorias de un hombre en pijama (Carlos FerFer, 2018) decepcionó a propios y extraños. Además, después de estas dos adaptaciones al cine de animación, La casa rompe el canon al ser la primera versión sobre la obra de Roca con actores de carne y hueso. Otro reto añadido.

El ilustrador no quería involucrarse inicialmente en proyecto fílmico, aunque finalmente venció sus reparos y ha acabado colaborando algo en el guion e incluso se atrevió a hacer un cameo al más puro estilo Hitchcock.

Pero para ser justos hay que contarlo todo. Si lo que hemos dicho antes es rigurosamente cierto —y, como decíamos, juega en contra de la traslación de la historia a la gran pantalla—, debemos hablar también de lo que se beneficia la película por el hecho de partir de un cómic tan elaborado como el del levantino. Montoya tiene en él un as en la mano y, desde luego, no ha podido disponer de un mejor story board, con una planificación inteligente y un ritmo ejemplar. “Solo” ha tenido, por tanto, que seguir a pies juntillas el modelo y tratar de aprovechar aquello que ya está en las páginas de la novela a la hora de escribir el guion.  Siendo consciente de ello, este es el gran acierto del realizador: se ciñe con tal precisión a los personajes —de un asombroso parecido físico al “casting” del cómic — y a las situaciones planteadas, que la película sale ganando en el intento. Con su exceso de celo en aras de la fidelidad, Montoya utiliza para el rodaje las mismas localizaciones de la novela puesto que la casa de campo es la del propio Paco Roca. Empero, este aspecto paradójicamente no se lo puso nada fácil al equipo artístico en el momento de recrearla: durante los siete largos años que se dilató el rodaje, la pérgola y la fachada principal de la vivienda —elementos claves de indudable valor dramático— habían sufrido profundas restauraciones. Afortunadamente, la enclenque higuera del jardín seguía en pie con su conmovedora historia como testigo de toda una vida —que ya hacia el final del metraje nos desvela Miguel (el amigo del padre desaparecido) al tiempo que de paso también se la confía al protagonista José. Parece que en ella se recogiera metonímicamente toda la conmovedora historia de un pasado ya irrecuperable como en la icónica higuera del célebre poema de Miguel Hernández (aunque la distancia de Orihuela a Valencia sea de unos doscientos kilómetros, la cercanía emocional es evidente).

Para llevar a buen puerto el barco, Álex Montoya ha tenido que contar con un reparto coral solvente. Todos —tanto actores como actrices— están que se salen: interpretaciones llenas de frescura y naturalidad que consiguen emocionar. No es extraño, pues, que la película haya triunfado en el Festival de Málaga logrando cinco premios, incluyendo el Premio Feroz Puerta Oscura, el Premio del Jurado Joven y los Biznagas de Plata al Mejor Guion, Mejor Música y Premio del Público.

El desencadenante de la historia que nos cuenta La casa es el fallecimiento del anciano ya viudo Antonio. Un año después, sus tres hijos: José, Vicente y Carla —con sus respectivas familias— se reúnen durante una semana en la casa de campo familiar donde pasaban todas las vacaciones y que el padre ausente había ido construyendo con tanto esfuerzo cuando ellos eran pequeños. Los hermanos no solo tendrán que enfrentarse a la decisión de qué hacer con la propiedad que han recibido en herencia sino a algo aún más importante: enfrentarse con sus propios fantasmas del pasado y con las disputas que irremediablemente se disparan en procesos como este. Mientras empiezan por adecentar la casa van valorando la posibilidad de venderla. Entretanto, las mudas paredes asistirán impasibles a los conflictos, los celos, las culpas y los remordimientos, las frustraciones, los anhelos y los desencuentros.

Sin que la atmósfera deje de rezumar tristeza en todo momento, esta no llega a ser nunca para nada deprimente ni lacrimógena. Es de hecho, muy de agradecer que el film no caiga nunca en lo melodramático por mor del sentimentalismo, aspecto frecuente en otras producciones de este tipo que acaban adoptando factura de telefilm. A ello contribuye de forma meritoria la escueta paráfrasis musical de la banda sonora de Fernando Velázquez que subraya, pero no contamina “dramáticamente” las escenas de la película, cosa harto habitual también, a lo que hay que añadir el don de haberle puesto música a una novela gráfica que por razones obvias carece de ella.

Con un tono agridulce sazonado de ternura y de humor también a ratos, La casa nos habla sobre la aceptación del inexorable paso del tiempo. La familia sufre el oneroso luto del padre y con él, el de toda la infancia perdida, que para ellos supone el fin de una época y el nacimiento de otra que acaba de empezar. Es el síndrome del nido vacío —pero al revés— lo que supondrá la recuperación de un nuevo equilibrio homeostático familiar, no sin esfuerzo: todo acuerdo sobre el legado económico y emocional —cuando faltan los padres— supone un auténtico viaje de ida y vuelta para los hijos que se enfrentan al dolor de los recuerdos y a la añoranza de lo ya vivido. Los objetos del ajuar y su liquidación adquieren en estas circunstancias la máxima importancia. En última instancia, los protagonistas se ven inmersos en una mudanza literal o figurada y —como ya sabemos— si toda mudanza equivale a dos incendios, no es recomendable emprenderla en tiempos de tribulación, como hacen ellos. A esto se une la nueva incorporación a la familia de Silvia (Olivia Molina) —la pareja de José (David Verdaguer), un escritor en alza gracias a ella— que pone en evidencia las frágiles costuras de los ancestrales códigos arraigados en un núcleo familiar que se ha resquebrajado con la muerte del padre.

Felizmente, las niñas Ema y Laia —las nuevas generaciones— aportan la savia fresca necesaria y con la mirada más limpia servirán de bálsamo a la tensa situación en que el duro trance pone a los adultos.

Montoya —en una dialéctica eficaz entre presente/pasado— se apoya en una oportuna serie de flashbacks —“recuperando” las imágenes domésticas de archivo de Super-8— que sirven de contrapunto a la película que tiene una elegante fotografía llena de lirismo de Guillem Oliver. El realizador reconoce en el utilizado efecto Droste —la película dentro de la película— la influencia de algunos de los estilemas de la controvertida Babylon de Damien Chazelle.

​En suma, una puesta en escena limpia y sencilla con diálogos precisos —sin grandilocuencia— donde aflora la sonrisa en lo aparentemente serio. El espectador —que de un modo u otro se ve reflejado en algunos de los personajes y en algunos de los acontecimientos— se queda con la sensación de que la vida es una hermosa y emotiva aventura que merece la pena exprimir a cada instante.

Desde luego, el tema del actante de la casa como metáfora no es nada nuevo en el cine. Hay numerosos ejemplos en nuestra filmografía sin ir más lejos, como aquella memorable película —Hay que deshacer la casa, basada en la obra teatral de Sebastián Junyent— que dirigiera en 1986 José Luis García Sánchez y que protagonizaron magistralmente Amparo Rivelles y Amparo Soler Leal.

Pero lo notable de largometraje de Álex Montoya —con todo su equipo en estado de gracia— y su afortunada adaptación de la historia de Paco Roca, es que nos hace reencontrarnos con este tópico cinematográfico con los mismos ojos renovados que tienen  las inocentes Ema y Laia.

Para ver el tráiler oficial de la película pincha aquí

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